El mensaje de Nara llegó poco después del atardecer:
“Cuando regrese… te escucharé.”
Me quedé mirando la pantalla un buen rato, con el corazón latiendo demasiado rápido.
No era perdón.
No era cariño.
Pero era algo.
Una puerta entreabierta.
Me dejé caer sobre mi cama, tratando de calmarme… hasta que la marca ardió.
No como cuando ella tenía miedo.
Era distinto.
Un tirón.
Una vibración.
Como si algo, alguien, la estuviera jalando desde otro lado.
Me incorporé de golpe, llevado por una sensación instintiva, animal.
Algo no estaba bien.
Mi madre actuaba raro. Muy raro.
Bajé sigilosamente las escaleras.
La encontré en el comedor, limpiando un símbolo grabado en metal que nunca había visto.
Algo antiguo.
Algo que no parecía de este siglo.
Al verme, lo cubrió con un paño.
—Es tarde, Leo. Deberías dormir.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Nada que te importe.
Su tono…
nunca me había hablado así.
Y luego noté algo más:
sobre la mesa había una carta vieja, amarillenta, con un sello de cera negra.
Intenté leerla, pero mi madre la escondió de inmediato.
—Sube a tu cuarto, Leo.
Esa no era mi madre.
O al menos, no la versión de ella que yo conocía.
Pero no insistí.
No tenía tiempo para pelear.
Porque la marca volvió a arder.
Fuerte.
Tan fuerte que tuve que apretar el borde de la mesa.
Y escuché algo.
No con los oídos…
Con el pecho.
Un eco emocional.
Nara tenía miedo.
No un miedo pequeño.
Un miedo frío.
Profundo.
Como si alguien la observara.
Ese tipo de miedo.
Empuñé las llaves del carro sin pensarlo.
—¿A dónde crees que vas? —preguntó mi madre desde la cocina.
—A donde necesito —respondí.
—No salgas de esta casa.
—Lo siento.
Abrí la puerta y me fui antes de que pudiera detenerme.
El camino hacia el bosque se volvió más oscuro de lo normal.
Manejé más rápido de lo que debía.
El bosque estaba lejos…
lo suficientemente lejos para que lo pensara dos veces.
Pero no lo hice.
La marca latía.
Como un corazón extra.
Como si alguien la golpeara desde afuera.
Cuando doblé en la carretera vieja, la temperatura cayó.
En serio cayó.
Como si la noche se hubiera tragado el calor.
Y entonces los vi.
A un costado del camino.
Entre los árboles.
Sombras.
Varias.
Inmóviles.
Mirándome.
No parecían humanos.
Pero tampoco parecían criaturas mágicas.
Eran algo… distinto.
Apreté el volante.
Mi respiración se aceleró.
Una de las sombras se adelantó un paso hacia la carretera.
No se acercó a mí.
Simplemente se mostró.
Y una voz, no humana, no natural,
sonó en mi mente:
“Has tardado en volver.”
Frené de golpe.
—¿Volver a dónde? —susurré, sin entender nada.
La sombra no respondió.
Solo me observó con una quietud que me heló el alma.
Y entendí algo horrible:
No estaban ahí por Nara.
Estaban ahí por mí.
Mi familia me contó solo la parte “buena” de nuestro linaje.
Los cazadores que protegían a la humanidad.
Los que solo actuaban cuando una bruja era peligrosa.
Pero estas…
estas cosas no tenían nada de “buenas”.
Eran la parte de la historia que nadie quiso contarme.
La que fue borrada.
Y estaban… felices de verme.
El motor del carro rugió cuando pisé el acelerador a fondo.
No miré atrás.
Solo sabía que tenía que llegar a ella.
A Nara.
A la única persona que hacía que esta marca
—esta condenada marca—
tuviera sentido.
Al final del camino, la casa del bosque apareció entre las sombras.
La marca ardía tanto que parecía fuego bajo mi piel.
Algo pasaba.
Algo malo.
Apreté los frenos frente a la casa y salí corriendo.
Ni siquiera cerré la puerta del carro.
Corrí hacia la entrada, jadeando.
Si algo le había pasado…
Si esas sombras habían llegado antes que yo…
No.
No iba a pensarlo.
No podía.
—Nara —susurré, acercándome a la puerta—.
Estoy aquí.