La noche se había vuelto demasiado silenciosa.
Ni grillos.
Ni viento.
Ni el crujido del bosque que a veces hacía temblar las ventanas.
Solo silencio.
Ese tipo de silencio que duele en los oídos.
Yo estaba sentada junto a la abuela, todavía con el libro antiguo abierto en la mesa.
Luna estaba enrollada sobre mis piernas, con las orejas hacia atrás, inquieta.
—Nara —susurró la abuela sin mirarme—. Quédate cerca de mí.
No tuve que preguntarle por qué.
Lo sentí.
Lo sentimos las dos.
Un ruido.
Un motor.
A lo lejos primero…
luego más cerca…
y más cerca…
Luna levantó la cabeza, completamente erizada.
—Ese… no es un sonido normal —murmuró—. Ese carro… trae algo encima. Algo feo.
Yo me puse de pie de inmediato, el corazón golpeándome tan fuerte que me dolía el pecho.
La abuela me tomó del brazo:
—La gente del linaje oscuro no suele llegar en autos… pero podrían haber cambiado su forma de actuar.
Mi boca se secó.
—¿Crees que vienen por mí? —pregunté, temblando.
La abuela no respondió.
Y eso fue peor que si lo hubiera dicho.
El motor se detuvo justo frente a la casa.
Muy rápido.
Muy brusco.
Como si quien manejaba estuviera desesperado…
o furioso.
Mis manos sudaban.
Mi magia dentro de mí se encogió como un animal asustado.
Luna saltó al suelo, con la cola inflada como si hubiera metido las patas en un enchufe.
—Ok, creo que voy a fingir que estoy muerta —dijo—. O mejor, tú finge que estás muerta y yo corro. Dividamos responsabilidades.
—¡Luna! —susurré.
La abuela extendió una mano hacia la puerta, preparada para defender.
La luz de las velas tembló.
Se escucharon pasos.
Rápidos.
Sobre la madera de afuera.
Un golpe fuerte.
Como un puño contra la puerta.
Me llevé ambas manos al pecho.
—Abuela…
—Atrás de mí —me indicó.
El golpe se repitió.
Y una voz.
Una voz que reconocí pero que, en mi terror, sonó extraña.
Distorsionada.
Lejana.
—¡Nara!
Me quedé helada.
Luna abrió los ojos enorme.
—Dime que ese no es—
—No lo sé —contesté en un susurro roto—. No sé si… si es él o si es alguien tratando de parecerlo.
No sabía qué pensar.
No sabía qué creer.
Todo se mezcló en mi mente:
los cazadores del bosque…
la profecía…
el grupo oscuro…
la voz que escuché antes…
Y la idea horrible me golpeó:
¿Y si Leo nunca fue parte de los buenos?
¿Y si él también estaba aquí para…?
Otro golpe en la puerta.
Más brusco.
Más desesperado.
—¡Nara, ábreme! ¡Por favor!
Mi corazón saltó.
Era su voz.
Era Leo.
Lo sabía.
Lo sentía.
Pero eso… no era garantía.
No ahora.
No con todo lo que había descubierto.
Di un paso hacia atrás, alejándome de la puerta.
—No puede entrar —dije con voz temblorosa—. Abuela… no puedo… no sé si es él.
La marca en mi piel ardió.
Fuerte.
Muy fuerte.
Leo también la sentía.
Lo sabía.
Pero se sentía distinta.
Se sentía como si algo más hubiera tocado el vínculo.
Algo que no era él.
—Nara… —su voz sonó lastimada, quebrada—. Por favor… déjame verte.
Sentí lágrimas en mis ojos.
Quería abrir.
Quería correr hacia él.
Quería creer en él.
Pero mi miedo gritaba:
¿Y si estás trayendo al enemigo directo a tu puerta?
La abuela dio un paso, lista para abrir.
Pero yo la detuve.
—No —susurré—. Déjame… déjame hacerlo yo.
Caminé hacia la puerta con las piernas temblorosas.
Luna caminaba a mi lado, murmurando:
—Si nos mata, quiero que sepas que fue un placer —pausa dramática—. Bueno… más o menos.
Puse la mano sobre la manija.
La marca ardió como fuego líquido.
Leo la sentía.
Yo la sentía.
Nuestras emociones chocaban como una tormenta.
Y lentamente…
abrí.
La puerta giró con un gemido suave.
Y ahí estaba él.
Leo.
Empapado de sudor.
Respirando agitado.
Ojos llenos de desesperación.
Como si hubiera corrido kilómetros.
Como si llegara tarde a salvarme.
Pero yo retrocedí un paso.
Instintivamente.
Con miedo.
Leo lo notó.
Y su rostro se quebró.
—Nara… —susurró—. ¿Qué… qué te hicieron?
¿Tienes miedo… de mí?
No pude responder.
La marca ardía.
Mi pecho dolía.
Y él dio un paso hacia mí.
Yo retrocedí otro.
Leo tragó saliva.
Herido.
Roto.
—Nara… yo no vine a hacerte daño.
Pero yo no podía creerle.
No todavía.