El silencio entre Nara y Leo pesaba más que la oscuridad del bosque.
El viento soplaba contra las ventanas como si quisiera entrar también, y Nara sintió que el corazón le golpeaba en el pecho demasiado fuerte, demasiado rápido.
Ella todavía no podía acercarse. Y él… él parecía tan roto que dolía mirarlo.
Leo dio un paso hacia atrás para no asustarla más.
—Nara… —su voz tembló—, yo jamás te haría daño. Jamás.
Su respiración se volvió un hilo.
Nara no respondió.
No sabía qué decir. No sabía qué creer.
—Te escuché llorar —continuó él, con esa sinceridad que desarmaba—. Sentí que algo te estaba aplastando por dentro. No podía quedarme lejos.
La marca en su muñeca ardió, como si confirmara cada palabra.
Nara tragó saliva, tratando de sonar más firme de lo que se sentía.
—Eso no significa que pueda confiar en ti.
Leo cerró los ojos, como si esas palabras le hubieran cortado el alma. Cuando los abrió, había algo doloroso y honesto brillando en ellos.
—No quiero que confíes en mí a ciegas —susurró—. Solo quiero que me dejes explicarte… lo que pueda explicar por ahora.
Lo que pueda.
Dos palabras que Nara notó, como si escondieran un universo detrás.
—¿Qué parte? —preguntó ella, sintiendo que su voz casi se rompía—. ¿La parte donde escuché a tu madre decir que tú… que ustedes… cazan brujas?
Leo palideció.
Sus dedos se cerraron en puños.
—Eso no es… —se detuvo, respiró hondo—. No es como crees.
—¿Entonces explícamelo! —la voz de Nara se quebró de dolor, no de enojo—. Porque ahora mismo no entiendo nada. Nada de ti. Nada de lo que somos.
Leo avanzó un paso y la marca en ambos ardió tanto que Nara tuvo que contener un suspiro.
Pero ella retrocedió instintivamente, y ese gesto hizo que él se detuviera de inmediato, como si hubiera chocado contra una pared invisible.
—Mi familia… tiene una historia complicada —empezó él, lentamente—. Y sí, hay cosas que heredé que no puedo cambiar. Pero eso no significa que yo sea como ellos.
—¿Ellos? —la palabra salió sola—. ¿Qué son ellos, Leo?
Leo dudó.
Y ese segundo de silencio fue un cuchillo.
Antes de que pudiera responder, Luna apareció detrás de Nara, erizando el lomo como si hubiera estado escuchando desde el principio.
—Perdón, ¿estamos siendo amenazadas o vamos a seguir con el drama romántico? —bufó, mirando a Leo—. Porque quiero saber si debo sacar mis uñas místicas.
—Luna, por favor… —Nara murmuró, agotada.
—¡No! —la gata se sentó, cruzando la cola como si fuera una bufanda dramática—. Estoy apoyando a mi humana emocionalmente. Es mi trabajo. Además… —entrecerró los ojos mirando a Leo—, tú hueles a conflicto familiar.
Leo parpadeó, confundido.
—¿Qué…?
—¡Shhh! —Luna levantó una pata—. No hablo con personas que hacen sufrir a Nara. Punto.
—Luna, vete —pidió Nara, suave pero firme.
—¡Qué rápido me botan cuando digo la verdad! —protestó ella, saltando hacia dentro—. ¡Voy a comer las galletas de tu abuela por despecho!
Desapareció entre los pasillos de la casa.
Leo suspiró, frotándose la frente.
—Mira Nara… hay cosas que no puedo contarte todavía. No porque no quiera. Sino porque necesito que estés segura. Que tengas magia suficiente. Que puedas protegerte.
—¿Protegerme de quién…? ¿De tu familia? —susurró ella.
Esa vez Leo no respondió.
Y el silencio fue peor que una confirmación.
Las lágrimas volvieron.
Él dio un paso adelante, desesperado.
—Nara, mírame.
Ella lo hizo.
Y el mundo se quedó quieto.
—No soy tu enemigo —dijo él con una voz tan frágil que parecía romperse—. No lo seré nunca. No importa lo que pase. No importa lo que descubras de mí.
Nara sintió el corazón desgarrarse un poco más.
Leo extendió la mano, muy despacio, como si temiera que ella se rompiera si la tocaba.
No llegó a alcanzarla.
—Necesito que me creas solo en esto —susurró—: quiero protegerte. A ti. No a nadie más.
Ella cerró los ojos con fuerza.
Quería creerle.
Pero también quería sobrevivir.
—Leo… —su voz salió como un susurro—. Necesito tiempo.
Leo apretó la mandíbula, tragándose todas las palabras que parecía querer decir.
—Está bien —respondió él finalmente—. Te lo daré.
Retrocedió un paso.
—Pero no voy a alejarme —añadió, su mirada verde clavándose en ella—. No puedo. No sé cómo.
Durante un momento, ambos solo se miraron, conectados por algo más fuerte que la razón y más peligroso que la magia.
Un auto pasó por la carretera, rompiendo la quietud.
Leo respiró hondo.
—Si algo pasa… si sientes algo, lo que sea… llámame. Prométeme eso.
Nara no prometió nada.
No podía.
Pero tampoco lo negó.
Leo lo entendió.
Se dio vuelta hacia la oscuridad.
—Buenas noches, Nara —murmuró.
Y se fue caminando hacia su carro, sin mirar atrás, aunque la marca ardía como si los dos estuvieran hechos de fuego.
Nara cerró la ventana lentamente.
No sabía si estaba más segura…
o más perdida que nunca.
Y el bosque…
el bosque volvió a susurrar.
Como si no estuvieran solos.
Como si nunca lo hubieran estado.