Nara tardó horas en quedarse dormida.
Cada vez que cerraba los ojos veía:
—Los ojos dolidos de Leo.
—La sombra que la había tocado.
—La frase de la madre de Leo repitiéndose como un eco cortante.
—El dolor en su pecho que no terminaba de bajar.
Pero cuando el amanecer iluminó la ventana, algo dentro de ella había cambiado.
No desapareció el miedo.
No desapareció el dolor.
Pero había una decisión nueva, firme y profunda.
No voy a dejar que me destruyan.
No voy a dejar que me quiten mi vida.
Voy a ser fuerte.
Se levantó, se lavó la cara y bajó a la cocina donde la abuela preparaba café.
La abuela la miró como si pudiera leerle el alma.
—Hoy te ves distinta, Nara.
—Sí —respondió ella, sentándose—. Ya no quiero tener miedo, abuela.
Quiero aprender. De verdad.
La abuela sonrió despacio, con orgullo y preocupación mezclados.
—Entonces empecemos.
Una semana de entrenamiento intenso.
Los días en la casa del bosque se volvieron una rutina extraña pero poderosa.
Magia con disciplina.
La abuela le enseñó a canalizar energía desde el pecho, no desde el miedo.
A veces brillaba.
A veces chispeaba.
A veces hacía explotar una taza.
—Bueno —dijo la abuela un día recogiendo los pedazos—, explosión controlada… más o menos controlada.
Luna criticando absolutamente todo.
Cada vez que Nara intentaba concentrarse, Luna hacía comentarios:
—Ese hechizo parece más un estornudo mágico, cariño.
—No sé qué estás intentando invocar, pero si aparece un demonio feo, yo no lo cuido.
—¿Vamos a ignorar que tu aura ahora huele a empoderamiento con ansiedad?
A veces lo decía desde el sillón.
A veces desde encima de un estante.
Una vez desde arriba del refrigerador, como si fuera un guardián del caos.
Pequeños logros.
Nara logró:
encender velas sin tocarlas
mover piedras grandes
crear un círculo protector que durara más de dos minutos
sentir su propia magia subir por su piel como una corriente cálida
La abuela la observaba con ojos brillantes.
—Vas bien —le repetía—, muy bien.
El día que todo se quebró
Fue al final de la semana.
Nara estaba practicando un hechizo de concentración en el patio trasero, rodeada por árboles altos.
El aire estaba denso.
El bosque muy callado.
Esa tarde se sentía agotada.
Demasiado cansada.
El corazón todavía dolía.
—Respira, Nara —dijo la abuela desde el porche—. No fuerces la magia si no fluye.
Nara cerró los ojos.
Intentó respirar.
Y ahí fue cuando lo sintió.
Un frío detrás de ella.
Uno que no venía del viento.
Uno que no tenía sonido… pero sí intención.
Luna, que estaba comiendo pasto por diversión, levantó la cabeza de golpe y erizó todo el lomo.
—Nara… —susurró— no te asustes pero… algo está detrás de ti.
Algo con ganas de drama.
Nara abrió los ojos.
Su magia se desordenó.
Sus manos temblaron.
La sombra estaba ahí.
Más clara que antes.
Más cerca.
Como si supiera que ella estaba débil.
La abuela se levantó de inmediato.
—¡Nara, aléjate de eso!
La sombra avanzó un centímetro.
Como si probara su fuerza.
Como si quisiera tocarla otra vez.
El pecho de Nara se apretó.
El dolor del corazón, el miedo, la confusión… todo volvió como un golpe.
La sombra lo sintió.
Le encantó.
Se acercó más.
Y entonces…
Nara dejó de temblar.
Porque recordó algo:
No iba a dejar que la destruyeran.
No iba a ser una bruja rota.
No.
No ella.
Tomó aire.
Apretó los dientes.
Y dejó que su magia subiera sin pedir permiso.
No desde el miedo.
Desde la decisión.
Desde la fuerza.
La marca en su muñeca brilló.
Sus manos también.
El aire se encendió alrededor.
Y una luz caliente, firme, intensa salió de su cuerpo como una ola.
La sombra retrocedió de golpe.
No con odio.
No con violencia.
Con miedo.
Huyó entre los árboles.
Desapareció.
Luna soltó un “¡JA! ¡Y QUE SE QUEDE ALLÁ!” y luego se escondió detrás de una roca porque el susto fue más grande que la valentía.
La abuela llegó corriendo y tomó a Nara por los hombros.
—Nara… ¿cómo te sientes?
Nara respiró hondo.
Su cuerpo todavía vibraba de la magia.
La piel le ardía.
Pero había algo distinto.
Algo firme.
Algo nuevo.
—Siento… —buscó la palabra— …que esta vez fui yo la que hizo retroceder al miedo.
Y esa noche, al acostarse, supo que algo en ella se había encendido
para no apagarse jamás.