Leo no podía dormir.
Había dado vueltas en su cama más de una hora, mirando el techo sin ver nada, respirando como si cada aire fuera insuficiente.
Desde que se había ido de la casa de Nara la noche anterior, algo en su pecho estaba…
mal.
Hacía ruido.
Un ruido que no era físico.
Ni humano.
Un ruido que venía de la marca.
Se levantó, se frotó el rostro y caminó de un lado a otro en su cuarto.
Sentía un peso en la garganta, un nudo que no sabía nombrar.
Luego pasó.
No el peso.
Algo ARDIÓ.
Como si alguien hubiese encendido un fuego debajo de su piel.
Leo se quedó paralizado.
La marca en su muñeca vibró.
Mucho más fuerte de lo normal.
No era nostalgia, no era tristeza, no era conexión suave.
Era un latigazo mágico.
Se llevó una mano al pecho, tratando de entender.
—Nara… —susurró casi sin darse cuenta.
No sabía qué había pasado.
No sabía si la estaban atacando, si había tenido una pesadilla, o si simplemente estaba llorando en silencio como la última vez.
Pero lo supo.
Ella lo necesitaba.
Las personas normales hubieran respirado profundo, pensado dos veces, esperado a que amaneciera.
Leo no.
Leo agarró las llaves.
Bajó las escaleras en silencio.
Trató de no hacer ruido, aunque olvidó que la tercera tabla siempre cruje.
Su madre apareció en el pasillo, con expresión severa.
—¿A dónde crees que vas?
Leo apretó las llaves con tanta fuerza que le dolieron los dedos.
—Tengo que salir —respondió sin explicar.
Ella entornó los ojos.
—¿Otra vez? ¿Es por ella?
El corazón de Leo se detuvo un segundo.
—No te metas, mamá.
—Tú no entiendes lo que está en juego —su madre avanzó un paso—. Esa chica… ese vínculo… te está confundiendo.
Leo sintió que algo dentro de él se rompía.
—No estoy confundido.
Su madre lo miró como si fuera un niño que no entendía nada.
—Somos cazadores, Leo. No olvides quién eres.
Él levantó la barbilla.
—Sé exactamente quién soy.
Y sé lo que tengo que hacer.
No esperó respuesta.
Abrió la puerta.
Cerró con fuerza.
Subió al auto.
Y condujo.
El camino al bosque.
El dolor en la marca se volvía más fuerte mientras más se alejaba de la ciudad.
Como un imán tirando de él.
Como si su magia—la poca que aún no conocía—lo empujara hacia ella.
El cielo estaba oscuro.
El bosque, más oscuro aún.
Cuando llegó al camino de tierra donde estaba la casa familiar de las mujeres de Nara, bajó del carro sin siquiera cerrarlo.
No necesitaba mapa.
No necesitaba luz.
La marca lo guiaba.
Se internó en los árboles, respirando agitado, sintiendo un frío raro en la nuca.
Estaba nervioso.
No por la oscuridad.
No por los cazadores rebeldes.
Por ella.
Porque podía sentir que algo había pasado.
Porque la magia que se había expandido horas antes no había sido pequeña.
Había sido inmensa.
Incontrolable.
Dolorosa.
Y suya.
La casa en el bosque.
Llegó al claro donde estaba la casita.
Tenía luces dentro.
Humo salía por la chimenea.
Se veía cálida, tranquila…
pero Leo sabía que no lo estaba.
Dio un paso.
El suelo crujió.
Y desde la ventana, una voz se escuchó perfectamente:
—Si es Leo, yo NO abro. Que se espere. Estoy cansada de humanos dramáticos.
Era Luna.
Leo quedó helado.
Se llevó una mano al rostro, apretando los ojos, sin saber si reír o llorar.
—¿De verdad?… —susurró.
—¡Sí, de verdad! —respondió la gata desde adentro—. ¡Y además tus zapatos están feos!
Sin saber qué hacer, Leo se acercó un poco más.
—Nara… —su voz fue un hilo—, dime si estás bien.
No hubo respuesta inmediata.
Pero vio una sombra detrás de la cortina.
Una silueta.
Nara.
Leo tragó saliva, sintiendo que cada latido dolía.
—No quiero entrar —dijo con honestidad temblorosa—. No quiero asustarte. Solo…
solo necesitaba saber que sigues aquí.
La cortina se movió apenas.
Como si ella dudara.
Como si quisiera acercarse y alejarse a la vez.
Leo tragó saliva.
—Si algo pasó —continuó él—, si algo te lastimó… yo lo sentí.
Y vine porque no sé… no sé estar lejos cuando tú—
La luz interior se apagó de golpe.
Leo se quedó helado.
El bosque entero pareció contener el aliento.
Un susurro, algo apenas audible, recorrió los árboles.
No era Nara.
No era Luna.
No era la abuela.
Era algo más.
La marca quemó.
Leo retrocedió medio paso.
Y supo que no estaban solos.