El bosque estaba demasiado quieto.
Y cuando Leo dijo mi nombre al otro lado de la ventana, algo dentro de mí se encogió… no por miedo, sino porque quería salir corriendo hacia él y abrazarlo hasta que el mundo desapareciera.
Pero antes de que pudiera moverme, la luz de la casa parpadeó.
Un susurro helado atravesó el aire.
Luna se quedó rígida encima de la mesa.
—Ok… eso no fui yo —dijo con la cola erizada—. Y si fue un fantasma, que sepa que no pienso compartir mis croquetas.
Yo me acerqué a la ventana con el corazón golpeándome el pecho.
—¿Leo? —susurré.
Él estaba ahí afuera, a unos pasos de la puerta.
Tenso.
Mirando hacia los árboles como si algo lo llamara.
—Nara… entra. No salgas —me dijo con esa voz que me rompía el alma—. Hay algo aquí.
—¿Qué cosa? —pregunté, aunque ya lo sabía. Lo había sentido antes.
Lo había tocado antes.
Entonces lo vi.
Una sombra más alta que un hombre.
Más oscura que la noche.
Como una figura hecha de humo y odio.
Se movió detrás de Leo tan rápido que casi grité.
—¡Leo, cuidado! —abrí la ventana de golpe.
Leo giró justo a tiempo para esquivar el primer ataque, pero la sombra volvió a aparecerle por detrás.
—Si estás con ella… —susurró una voz grave, distorsionada— …estás contra nosotros.
Leo intentó defenderse, pero la cosa era demasiado rápida.
Una garra hecha de oscuridad lo alcanzó en el brazo y lo empujó contra el suelo.
—¡No! —grité, sintiendo cómo algo se arrancaba dentro de mí.
La sombra se acercó más a él, levantando una especie de mano oscura que brillaba con energía roja.
—Tu destino no es protegerla —susurró la voz—. Es entregárnosla.
Leo escupió sangre, pero aún así murmuró:
—Jamás.
Mi corazón se rompió.
Y cuando se rompió… algo más se abrió.
No pensé.
No respiré.
Solo sentí.
Sentí la marca quemar.
Sentí mi pecho explotar.
Sentí algo empujar hacia afuera, como un mar entero que no sabía que estaba dentro de mí.
Y la magia salió.
No como antes.
No como chispa.
No como un brillo suave.
Fue un estallido.
Una ola de luz dorada que se extendió desde mi cuerpo, atravesó las paredes de la casa y rugió hacia el bosque.
El aire tembló.
Los árboles vibraron.
La sombra gritó…
un grito que no sonaba humano.
La luz la golpeó de lleno, quemándola como si el sol hubiera caído del cielo.
La sombra retrocedió, deshaciéndose en pedazos de oscuridad que se evaporaron entre los árboles.
Corrió.
Huyó.
Como si yo fuera lo único en el mundo capaz de destruirla.
Y quizá lo era.
Yo seguía brillando cuando corrí hacia afuera.
El fuego dentro de mí tardó varios segundos en apagarse.
Pero cuando lo hizo, lo primero que vi fue a Leo en el suelo, respirando con dificultad, apretando su brazo ensangrentado.
—Leo… —caí de rodillas a su lado—. ¡Leo, mírame!
Él levantó la mirada, medio mareado, pero aún así sonrió.
—Esa… —tosió— …fue tu magia, ¿verdad?
—¡¿Qué demonios crees que fue, un foquito LED?! —gritó Luna detrás de nosotras, trotando con la cola inflada—. ¡Esta niña casi ilumina todo el planeta!
La abuela salió corriendo de la casa, todavía con su bata de dormir.
—¡Nara, por Dios! ¿Qué has hecho? ¡Leo, cariño, ven acá!
Entre las dos lo levantamos y lo llevamos adentro.
Luna caminaba alrededor como una enfermera histérica.
—¡No lo vayas a desmayar, humanidad! ¡Ese muchacho necesita su brazo para seguir siendo inútil! —bufó.
—¡Luna, cállate y trae vendas! —le ordené, temblando.
—¿Vendas? ¡Yo soy un gato! ¡¿Ves un hospital en mi espalda?!
Aun así, fue por las vendas.
Leo se dejó caer en una silla, jadeando.
La abuela revisó la herida.
—Es profunda… pero no mortal. —me miró—. ¿Cómo lograste esa luz, Nara?
Yo abrí la boca, pero no sabía qué decir.
—Yo… —mi voz tembló— no sé. Solo pensé que… quería salvarlo.
Luna saltó al regazo de Leo sin pedir permiso.
—Bueno, está vivo. Qué suerte tienes, muchacho. Pudo haberte matado la sombra o la luz cegadora de Nara. Ambas cosas igual de peligrosas.
Leo soltó una pequeña risa que terminó en un quejido.
Yo tomé su mano.
No debería haberlo hecho.
Pero lo hice.
Él la apretó, débil, pero seguro.
Y el mundo se quedó quieto.