El sonido del bosque fue lo primero que escuché al despertar.
Un murmullo suave entre las hojas, pájaros cantando a lo lejos…
y un ronquido muy leve.
No era mío.
Abrí los ojos despacio.
Leo estaba dormido en el sillón, envuelto en la manta que le puse anoche.
La luz de la mañana entraba por la ventana y le iluminaba el rostro de una manera que…
que dolía un poco de lo bonito que era.
Tenía el cabello revuelto.
Una mano caída hacia un lado.
Y una expresión tranquila que hacía días no veía en él.
Respiraba profundo, pero sin dolor.
Me quedé mirándolo más de lo que debería.
Más de lo que era sano.
Y mientras lo observaba, mi pecho hizo ese salto tonto que no podía controlar.
Lo quiero.
Lo quiero tanto que duele.
No.
Me corregí en silencio.
No puedo quererlo.
No puedo permitirme eso.
Pero igual lo miré.
Porque soy débil.
Porque es Leo.
—¿Te gusta verlo dormir o piensas devorarlo? —preguntó Luna desde arriba del respaldo del sillón, sentada como una esfinge malhumorada.
Me sobresalté.
—¡Luna! No digas esas cosas.
—Pues decide qué quieres que diga, porque te quedaste viéndolo diez minutos con cara de “mi crush”. —Estiró la cola—. Si fuera humano, me sentiría observada.
La ignoré, intentando no ponerme roja.
Luna continuó, obviamente disfrutándolo:
—¿Sabes qué parece? —preguntó bajando la voz—. Una novela romántica.
De esas donde la chica mira al chico dormir y el lector piensa “AY NO, YA CAYÓ”.
Yo apreté los labios para no sonreír.
—¿Puedes callarte?
—No. —Sonrió de forma demasiado humana—. Esto es entretenimiento gratis.
Leo se movió en sueños, lo suficiente para que su ceja se frunciera.
Luna saltó al brazo del sillón y lo miró fijamente.
—Si despierta de golpe, corro. No quiero que vea mi cara de recién despierta.
Yo rodé los ojos.
Fue entonces cuando Leo abrió los ojos.
Despacio.
Confundido.
Hasta que me vio.
Y ahí… sonrió.
No mucho.
No exagerado.
Solo lo suficiente para desarmarme.
—Hola… —su voz era suave, ronca, preciosa.
—Hola —respondí, tratando de sonar normal y fracasando.
Leo miró alrededor, como ubicándose.
—¿Me quedé dormido aquí? —preguntó, tocando su vendaje.
—Sí. —Me senté un poco más derecha—. Tenías que descansar.
Él bajó la mirada a mi mano.
Estaba apoyada sobre la manta, muy cerca de la suya.
Demasiado cerca.
Su voz bajó a un susurro:
—¿Te quedaste aquí anoche?
Me congelé.
Luna me golpeó la pierna con la cola.
—Vamos, humana, dile que sí. Si mientes, tu cara te va a delatar igual.
—Sí… —respondí finalmente—. Me quedé aquí. Quería asegurarme de que estabas bien.
Leo se aclaró la garganta, mirando a otro lado para ocultar el rubor.
—Gracias.
Un silencio suave cayó entre los dos.
No incómodo.
No extraño.
Solo… suave.
Hasta que Luna abrió la boca.
—Bueno, si terminaron de mirarse como si fueran protagonistas de una serie turca, ¿podemos desayunar? Tengo hambre desde hace nueve vidas.
Yo gruñí:
—Luna…
—¿Qué? —abrió los ojos exageradamente—. ¡Él puede quedarse a desayunar! Total, ya casi vive aquí.
Leo bajó la cabeza, riéndose con una mano en la frente.
—Tu gata no tiene filtro —dijo él.
—No —suspiré—, no lo tiene. Y si le pides uno, se ofende.
Luna infló el pecho.
—Soy una gata empoderada. No necesito filtros. Excepto el de TikTok, ese sí lo uso.
Yo me llevé una mano a la cara.
Leo soltó una carcajada que sonó…
mágica.
—Me alegra que estés mejor —le dije.
Él levantó la mirada, y esa expresión suya volvió a aparecer.
La que no sé cómo manejar.
La que derrite.
La que duele.
—Estoy mejor por ti —respondió.
Sentí que las piernas me temblaban.
Luna gruñó:
—Ay, por favor, si van a ponerse así toda la mañana, yo desayuno sola.
Y salió trotando indignada.
Leo y yo nos miramos.
Ambos sonreímos.
Y por un segundo…
un pequeño segundo…
olvidé todo lo oscuro que había afuera.