El desayuno nunca llegó a servirse.
Estábamos en silencio después de lo que la abuela dijo, intentando procesar cada palabra, cuando un sonido cortó el aire del bosque:
Una puerta de auto cerrándose.
La abuela se tensó.
Leo levantó la cabeza con un instinto casi animal.
Luna saltó encima de la nevera.
—Ajá… ¿y ahora quién viene? ¿El cartero, el FBI, o otra sombra vengativa? —preguntó la gata con dramatismo.
Yo me levanté de la silla con el corazón latiendo en la garganta.
—¿Están esperando a alguien? —pregunté.
—No —dijo Leo, con el rostro repentinamente pálido.
La abuela entrecerró los ojos.
—Viene alguien fuerte.
Los pasos crujieron sobre la madera del porche.
Firmes.
Seguros.
Con mucha intención.
Leo murmuró:
—No puede ser…
No.
No aquí.
La puerta se abrió de un golpe.
Y ahí estaba ella:
Laura.
La madre de Leo.
Alta, elegante, con el cabello recogido en una trenza apretada y una mirada verde tan penetrante como la de su hijo… pero mucho más peligrosa.
Su rostro pasó de furia a horror en un segundo al ver el vendaje en el brazo de Leo.
—¿Quién te hizo eso? —preguntó, con la voz quebrándose de rabia y miedo al mismo tiempo.
—Estoy bien, mamá —dijo él, poniéndose de pie. Pero tenía el cuerpo rígido, como un niño atrapado haciendo algo prohibido.
Laura avanzó como un huracán.
Lo tomó del rostro con ambas manos, examinándolo.
—¿Quién.
Te.
Hizo.
Eso? —repitió.
Antes de que Leo pudiera responder, Luna soltó:
—Pues mire, señora, fue una sombra asesina gigante. Pero ya la espantamos. ¿Quiere té?
Laura giró hacia Luna con la cara en blanco.
—…¿esa cosa habló?
—¿COSA? —gritó Luna indignada—. ¡Usted sí que sabe cómo empezar amistades!
Yo intenté intervenir.
—Señora… Laura, ¿verdad?... Leo estaba conmigo y—
Laura se giró hacia mí tan rápido que sentí el aire moverse.
—¿Tú eres Nara? —preguntó con una voz dura.
—Yo… sí.
Su expresión se endureció.
Como si yo fuera una ecuación peligrosa que necesitaba resolver.
—Mi hijo casi muere anoche —disparó—. ¿Planeas explicarme cómo?
Leo dio un paso adelante.
—Mamá, no hables así. No fue culpa de Nara.
Ella le lanzó una mirada que podría haber detenido una tormenta.
—La luz, Leo.
La explosión de luz.
Se vio desde kilómetros.
Todos los cazadores la sintieron.
BUENOS y MALOS.
La abuela intervino:
—Laura, baja la voz. No estás en terreno de cazadores. Aquí mando yo.
Laura la miró de arriba abajo como evaluando si era amenaza.
—Usted es la abuela —afirmó con frialdad—. La que ocultó a Nara todos estos años.
—La que la protegió —corrigió la abuela, cruzándose de brazos.
El aire quedó tan tenso que hasta Luna bajó las orejas.
Leo trató de intervenir.
—Mamá, basta. Yo elegí venir. Y si me quedé es porque no quiero dejarla sola.
Laura cerró los ojos, dolida.
—Lo sé.
Por eso… —tragó saliva— por eso vine. Porque te encontré por el GPS del carro. Y porque pensé que estabas… muerto.
Mi corazón se detuvo.
Leo puso una mano en el hombro de su madre.
—Estoy vivo. Gracias a Nara.
Laura me miró… distinto.
Aún tensa, aún desconfiada…
pero con un pequeño destello de reconocimiento.
Un destello que decía:
“Mi hijo está enamorado de ti aunque se muera por negarlo.”
Ella suspiró, se acomodó la chaqueta y habló con voz más estable:
—Si se viene una guerra… —miró a la abuela— …y créame, se viene, después de lo que ella hizo anoche…
La abuela asintió lentamente.
Laura continuó:
—…entonces necesito entrenar a mi hijo. Ahora.
No para pelear contra ustedes.
Para pelear con ustedes.
Leo abrió los ojos sorprendido.
—¿Vas a quedarte?
—No pienso dejarte solo en medio de esto —respondió ella, y la dureza se volvió ternura—. Eres mi hijo. Y te amo. Aunque seas testarudo y te metas en casas de brujas sin preguntar.
Luna gritó desde la encimera:
—¡AL FIN, UNA MADRE QUE LO ADMITE!
Ignorándola completamente, Laura me miró.
Ya no con desconfianza.
Sino con algo más complejo.
Más humano.
—No sé qué eres exactamente, Nara.
Pero lo que sea… —miró a Leo— …mi hijo lo siente. Y eso basta para mí.
La abuela chasqueó la lengua.
—Muy sentimental para una cazadora profesional.
Laura replicó:
—Muy imprudente para una bruja con nieta marcada por la profecía.
Ambas mujeres se miraron con desafío.
Leo murmuró entre dientes:
—Creo que mi mamá y tu abuela van a morir peleando… o hacerse mejores amigas. No hay punto medio.
Yo respiré hondo.
Porque la guerra había llegado a mi puerta.
Y ya no iba a enfrentarla sola.