La noche aún estaba oscura cuando Nara abrió los ojos.
Había dormido apenas un par de horas, pero el sonido que escuchó en el patio trasero la despertó al instante.
Un golpe.
Otro.
Y luego la voz firme de Laura:
—¡Otra vez, Leo! ¡Más rápido!
Nara se levantó, se puso una sudadera y bajó las escaleras para asomarse por la ventana. Allí, bajo el claro de luna, vio a Leo.
Sin camiseta, sudado, respiración fuerte.
Y Laura frente a él, imponente, sosteniendo un arma envuelta en un paño oscuro.
—Si peleas así, te matan. —La voz de Laura era un látigo—. Y si te matan, ella queda sola. ¿Es eso lo que quieres?
Leo apretó la mandíbula.
—No.
—Entonces muévete. Otra vez.
Leo atacó un tronco de práctica, rápido, preciso… pero no suficiente para Laura, quien movió su pie y lo desequilibró de un empujón.
—¡Mamá! —protestó él, cayendo de rodillas.
—Los enemigos no te van a dar tregua solo porque les pidas un segundo —respondió ella—. Levántate.
Nara sintió un nudo en la garganta.
Verlo así… dolía.
Y en ese momento, un bostezo exagerado sonó junto a ella.
—Tssss… ¿qué está pasando? ¿Por qué hay tanto ruido? ¿Y por qué nadie me ofreció café? —Luna se sentó en el alféizar, con el pelo alborotado.
Nara le hizo un gesto para que hablara bajito.
Luna la ignoró totalmente.
—¿Ese niño está haciendo sentadillas o intentando parir un demonio? —susurró demasiado fuerte.
—¡Luna! —Nara le tapó la boca.
Abajo, Leo levantó la vista con el ceño fruncido.
—¿Escuchaste algo? —preguntó él a su madre.
—Sí —respondió Laura mirando a los árboles—. El bosque está inquieto últimamente. Continúa.
Luna sacó el pecho orgullosa.
—¿Ves? Soy una presencia inquietante —susurró.
Nara rodó los ojos.
Entonces Laura dijo:
—Es hora.
Leo se quedó quieto.
Nara contuvo el aliento.
Laura desenrolló el paño oscuro.
Y ahí estaba.
Una daga de metal plateado con vetas azules que parecían luz líquida.
La hoja brilló apenas tocó el aire.
—Esta… —Leo tragó saliva—. ¿Es la de mi abuelo?
—Y la de su abuelo antes que él —dijo Laura en voz baja—. La daga del linaje. Solo un cazador digno puede empuñarla sin que lo destruya.
Nara sintió un escalofrío.
Luna murmuró:
—Genial. Una navaja mágica. ¿Qué sigue? ¿Me afeitará los bigotes?
Nara la empujó suavemente con un dedo.
Laura extendió la daga hacia su hijo.
—Tómala, Leo.
Él dudó un segundo, respiró hondo… y la agarró.
La hoja emitió un resplandor azul intenso.
No atacó.
No quemó.
No rechazó su mano.
Laura sonrió apenas.
—Te reconoció.
—…me reconoció —susurró Leo, incredulo.
Pero el resplandor creció de golpe, iluminando todo su brazo con un pulso que hizo vibrar el aire.
Nara sintió que el corazón le latía fuerte.
Era como si la daga respondiera a algo dentro de Leo.
Algo profundo.
Algo ancestral.
Laura dio un paso atrás y lo observó con una mezcla de orgullo y temor.
—Tienes más poder del que imaginaba —dijo ella—. Ahora entiendo por qué te persiguen.
Leo bajó la cabeza, tenso.
—No me persiguen a mí, mamá.
Laura lo miró en silencio.
Nara se congeló.
Leo apretó la empuñadura de la daga.
—La quieren a ella.
El aire se volvió frío.
El bosque pareció contener la respiración.
Luna, muy seria por primera vez en días, murmuró:
—Bueno… eso se puso feo rápido. ¿Alguien quiere galletas?
Nara no pudo reír.
Ni siquiera respirar bien.
Leo levantó la mirada hacia la ventana, directo hacia ella.
Sus ojos tenían miedo. Y decisión.
—Nara —dijo él desde el patio—.
Voy a protegerte.
Con mi vida, si hace falta.
Ella sintió que algo en su pecho se rompía… y también se fortalecía.
Laura dio un paso al lado de su hijo, mirando fijamente hacia la ventana.
—Esto ya no es solo un entrenamiento —dijo—.
Es el comienzo de la guerra.
La daga volvió a brillar.