Hechizo fallido, romance garantizado.

CAPÍTULO 51 — Fuego y Aire (Nara)

Nunca pensé que la magia diera agujetas, pero ahí estaba yo, sudando como si hubiera corrido un maratón, mientras mi abuela me observaba con los brazos cruzados como si yo fuera un pollo a medio asar.

—De nuevo —ordenó.

Intenté canalizar la energía como me enseñó, pero mi magia salió disparada hacia un tronco… y lo encendió en llamas.

—¡Ay no, no, no! —corrí a soplarle como si eso fuera a apagarlo.

Luna apareció caminando elegante entre los árboles.

—Genial, incendien el bosque, ¿por qué no? —dijo—. Así el enemigo no tiene que atacarnos, ya nos matamos solos.

—Luna, cállate —dije, persiguiéndola con la mirada.

Ella me ignoró y saltó encima del tronco que se estaba apagando.

—Ya que estamos entrenando, ¿por qué no practicas un hechizo que me dé pescado? Algo útil, por favor.

—¡Luna! —grité.

Mi abuela soltó una risa bajita.
—La magia mejora con la paciencia, Nara.

Yo resoplé.
Paciencia. Claro. Con una gata opinóloga al lado, fácilísimo.

Desde el otro lado del claro se escuchó un grito:

—¡Más rápido, Leo! ¡No dejes el brazo descubierto!

Se escuchaba como si Laura estuviera torturando a su hijo.

Miré hacia allí.
Leo sostenía una estaca de madera y su madre lo atacaba con la daga del linaje, perfectamente controlada para no herirlo. Él esquivaba y bloqueaba con una fuerza nueva… tan diferente a como lo vi en la escuela, tan seguro, tan intenso.

Luna siguió mi mirada.

—Ajá… yo también lo miraría así —murmuró—. Pobre estaca, quisiera ser ella.

—¡Luna!

Leo se distrajo por un segundo al escucharme y su madre le dio un golpe en el hombro.

—Concéntrate, Leo.
—Es que… —él me miró por debajo del sudor—. Ella grita.

—No estaba gritando —protesté.

—Estabas gritando —dijeron Luna y la abuela a la vez.

Rodé los ojos.
Fabuloso. Tres contra uno.

Leo intentó seguir entrenando, pero la daga brilló como si respondiera a algo en mí, y él se detuvo un instante. No sé si fue mi imaginación, pero también sentí… un tirón. Como si algo en él me llamara.

Sacudí la cabeza. Era el calor. Tenía que ser eso.

Por la tarde…

El entrenamiento se detuvo después del almuerzo porque todos estábamos rendidos.
Laura se fue al bosque con mi abuela a revisar trampas mágicas (o “trampitas asesinas”, como las llamó Luna), y Leo quedó encargado de cortar leña.

Yo lo vi por la ventana.
No sé por qué fui afuera.
Mis piernas me llevaron solas.

Leo levantó el hacha y la dejó caer en un tronco. El sonido seco retumbó en todo el silencio del bosque.

Se veía fuerte.
Determinante.
Con el cabello pegado a la frente por el sudor.
Había algo en él… algo que quemaba solo de mirarlo.

—¿Necesitas ayuda? —pregunté, fingiendo que no temblaba.

Leo se giró.
Sus ojos verdes parecieron iluminarse.

—Si me ayudas… cortas un dedo —dijo sonriendo apenas.

Me acerqué igual.
No sé qué se me metió en la cabeza.

—¿Me estás llamando torpe? —pregunté, cruzándome de brazos.

—No.
—¿Entonces?
—Te estoy diciendo que quiero que tengas todos tus dedos —dijo él, bajando la voz—. Me gustan así.

Mi corazón dio un salto estúpido.

—Ay, por favor —murmuró Luna desde una rama—. ¿Por qué no se besan de una vez y ya?

—¡Luna, lárgate! —dijimos los dos al mismo tiempo.

Luna se estiró, aburrida.
—Me voy, me voy… Ustedes me dan diabetes.

Cuando desapareció entre los árboles, el silencio que quedó fue peor.
Leo me miraba como si quisiera decir algo que no se atrevía.

Yo también quería hablar. O hacer algo.
Pero mis palabras se quedaron atrapadas en la garganta.

—Nara… —susurró él.

—¿Sí?

Él dejó el hacha en el suelo.
Se acercó un paso.
Otro.
Tan cerca que pude sentir el calor de su cuerpo y el olor de madera recién cortada.

—Cuando entrenabas esta mañana… —murmuró—. No podía dejar de mirarte.

Sentí la piel erizarse.

—¿De verdad? —susurré.

—Sí —dijo él, casi respirándolo—. Y ahora tampoco puedo.

Su mano rozó mi mejilla.
Y el mundo entero se detuvo.

Sentí fuego bajo la piel, electricidad corriendo desde donde me tocaba hasta donde jamás nadie había llegado.

El vínculo vibró.
Mi magia también.
Y sin pensarlo, sin detenerme, sin miedo…

Lo besé.

O él me besó.
O nos besamos a la vez.
No lo sé.

Solo sé que sus labios eran cálidos y suaves y desesperados.
Que me agarró por la cintura como si temiera que desapareciera.
Que yo me aferré a su cuello como si algo en mí por fin hubiera encontrado su sitio.

El beso se volvió profundo, intenso, real.
Sentí su respiración contra la mía, su pecho pegado al mío, nuestros corazones golpeando como si quisieran romper costillas.

Era fuego.
Fuego puro.

Y cuando nos separamos, los dos respirábamos como si hubiéramos corrido.

Leo apoyó su frente en la mía y cerró los ojos.

—Esto… —murió en un susurro—. Esto no debería, pero no puedo evitarlo.

Yo tampoco podía.

No dije nada.
No hacía falta.

Porque el beso hablaba por mí.




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