No sé qué hora era cuando Leo se quedó dormido a mi lado.
Solo recuerdo su brazo rodeándome con delicadeza, como si temiera romperme.
Su respiración cálida contra mi cuello.
Su corazón latiendo firme, constante, fuerte… como si quisiera recordarme que yo no estaba sola.
Luna estaba enroscada pegadita al costado de mi cintura, con su cabecita apoyada en mi barriga.
—No te preocupes, humana —murmuró medio dormida—. Si se te apaga la luz, yo maúllo fuerte.
Sonreí.
Luna rara vez admitía preocupación… así que ese murmullo ronco me derretió el alma.
No quise dormir.
Solo me quedé mirando a Leo, escuchando cómo respiraba.
Esa noche me sentí segura.
Protegida.
Amada.
No tuve miedo a cerrar los ojos.
A la mañana siguiente, todo cambió.
Me desperté con una energía enorme recorriéndome el cuerpo.
Algo dentro de mí había crecido.
Fortalecido.
Expansivo.
Laura y mi abuela ya estaban afuera preparando las áreas de entrenamiento.
Leo, despeinado y adormecido, salió detrás de ellas.
—Buenos días —dijo con una sonrisa suave.
—Buenos días —le devolví, sintiendo mis mejillas arder.
Luna salió después, estirándose como una diva.
—Hoy entreno yo también —anunció—. Nunca se sabe cuándo necesitaré usar mi karate felino.
La abuela suspiró.
Leo rió.
Y yo… bueno, yo casi lloré de risa cuando vi a Luna ponerse en posición de pelea, levantando una patita.
El entrenamiento empezó.
La abuela me colocó frente a una línea de piedras grandes, del tamaño de maletas.
—Intenta moverlas sin tocarlas. Pero esta vez… intenta hacerlo con precisión, no solo con fuerza.
Respiré profundo.
Mi magia vibraba como un corazón extra.
Estiré la mano.
Y las piedras…
se levantaron todas a la vez.
Sin temblar.
Sin resistencia.
Como si fueran de espuma.
La abuela abrió los ojos sorprendida.
—Control, Nara… ahora abajo.
Obedecí.
Las piedras bajaron y se acomodaron suavemente en el suelo.
Sin romper nada.
Sin ruido.
—Increíble… —susurró ella.
Leo, que estaba entrenando con su madre a unos metros, se dio vuelta solo para mirarme.
Su sonrisa fue suficiente para que mi magia brillara aún más.
—¡Nara! ¡Hazlo otra vez! —gritó Luna, saltando alrededor de mí—. Quiero ver explosiones. BOOM. PUM. MÁGIAAAA.
—No se hacen explosiones cuando no es necesario —le dije.
—Pues entonces haz una chiquitica. Para entretenerme.
La ignoré.
Del otro lado del claro, Leo entrenaba con Laura.
Él se movía rápido, más rápido que antes.
Sus reflejos estaban afilados, sus golpes más certeros, su postura más segura.
Laura lo observaba con un orgullo silencioso que pocas veces dejaba ver.
—Otra vez —ordenó ella.
Leo atacó.
Laura bloqueó.
La daga brilló en la luz de la mañana.
Movimientos limpios.
Elegantes.
Peligrosos.
Mi abuela se acercó a mí.
—Es un buen cazador —dijo en voz baja.
—Lo sé.
—Y lo será aún más. Pero tú, Nara… tú eres diferente. Tu magia no está creciendo a ritmo normal. Está creciendo… multiplicada.
Tragué saliva.
—¿Eso es malo?
—Eso es necesario.
La abuela miró hacia el bosque.
—Tendrás que usar cada gota.
Luna decidió entrenar también. O eso dijo ella.
Se paró en dos patas, hizo un giro extraño, cayó de espaldas, se levantó indignada y gritó:
—¡ESO FUE UNA TRAMPA! ¡EL AIRE ME TRAICIONÓ!
Leo casi se cae de la risa.
Laura negó con la cabeza.
Y yo tuve que sentarme porque me dolía el estómago de tanto reír.
Y así pasaron los días.
Golpes.
Hechizos.
Cantos.
Círculos de protección.
Luz dorada.
Acero plateado.
Magia antigua.
¿Cansancio?
Sí.
¿Dolor?
Mucho.
¿Miedo?
Todo el tiempo.
Pero estábamos creciendo.
Juntos.
Como un equipo.
Como una familia.
Preparándonos.
Fortaleciéndonos.
Esperando.
Porque todos sabíamos que la primera batalla no tardaría en llegar.
Hasta que una noche…
Luna se congeló en seco frente a la ventana.
El pelo erizado.
La cola baja.
Los ojos enormes.
—Nara… —susurró—. Mira…
Me acerqué despacio.
Y el corazón se me cayó al estómago.
Afuera… en la oscuridad del bosque…
ya no eran sombras sin forma.
Eran personas.
Figuras humanas.
Altas.
Serias.
Inmóviles.
Con uniformes oscuros.
Brazos cruzados.
Miradas clavadas directamente hacia la casa.
Cazadores.
Muchos.
La abuela llegó detrás de mí y contuvo un suspiro.
—Ya empezaron a reunirse…
Leo apareció a mi lado y tomó mi mano con fuerza.
—No dejaré que te toquen —dijo.
Luna dijo lo único que podía decir en un momento así:
—Bueno… esto se puso serio. ¿Alguien tiene palomitas?
Pero nadie rió.
Porque estaba claro.
La guerra había llegado a nuestra puerta.