El tercer día amaneció gris, cargado, como si el bosque supiera lo que estábamos a punto de hacer.
No sentía cansancio.
Sentía un fuego, una determinación nueva que me pulsaba en las venas.
Leo estaba afuera cortando leña cuando salí.
Pero al verme, dejó el hacha y se enderezó.
Sus ojos recorrieron mi rostro, como si analizara cada cambio.
—Estás lista —dijo.
No fue un halago.
Ni exageración.
Sonó como un diagnóstico.
La puerta se abrió detrás de mí y la abuela salió con un termo de té.
—Hoy no habrá entrenamiento —dijo, seria—. Hoy iremos por Luna.
Laura apareció detrás de ella, con un mapa antiguo en las manos, lleno de símbolos y marcas que parecían moverse cuando no las miraba directamente.
—Encontré la región —anunció—. Tu familiar está en una de estas tres guaridas.
Señaló tres puntos en el extremo norte del bosque.
Casi al borde de un desfiladero.
Leo frunció el ceño.
—Esas guaridas… están protegidas por los cazadores de nivel alto.
La abuela me puso una mano en el hombro.
—Por eso tú vas con nosotros —le recordó.
Laura extendió el mapa en la mesa.
Yo me acerqué y estudié las marcas.
—¿Cuál crees que sea? —pregunté.
Laura me observó un segundo antes de responder.
—La más custodiada.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque es donde pondría a un familiar si quisiera romperle el alma a su bruja.
Tragué saliva.
Mi magia vibró debajo de la piel.
—Voy ahí —dije sin dudar.
Laura asintió.
—Y nosotros contigo.
La abuela comenzó a preparar bolsitas pequeñas con hierbas y símbolos.
—Toma —me dijo, entregándome una cuerdita con un talismán blanco—. Protección. No será perfecta, pero te ayudará si un cazador intenta tocar tu aura.
Leo se acercó con algo envuelto en una tela.
—Esto te va a servir.
Lo abrió.
Una daga pequeña, ligera, con una hoja que brillaba con energía.
No parecía metal.
Parecía… magia condensada.
—¿Esto es…? —pregunté, sorprendida.
—Arcanium —explicó Leo—. Absorbe magia por unos segundos y luego la libera.
Por si un cazador intenta atraparte.
Tomé la daga.
Era perfecta para mi mano.
—Gracias, Leo.
Él me sostuvo la mirada.
Nadie más existía en ese momento.
—No voy a dejar que te pase nada —susurró.
Laura carraspeó fuerte.
—Muy lindo todo, pero si están listos, es hora de movernos.
Yo respiré hondo.
Miedo.
Rabia.
Determinación.
Y algo más.
Amor.
Porque todo lo que hacía, lo hacía por Luna.
Por Leo.
Por mi familia.
Por mí.
El bosque estaba inquieto mientras avanzábamos.
Parecía observarnos.
Callar cuando pasábamos.
Como si supiera que una batalla estaba a punto de empezar.
Leo iba delante, con su daga.
Laura detrás, con el mapa.
La abuela a mi lado, murmurando protecciones.
Y yo…
yo sentía cada latido de mi magia, lista para estallar.
De repente, Laura levantó la mano.
—Deténganse.
Nos escondimos detrás de un tronco caído.
—¿Qué pasa? —susurré.
Laura señaló adelante.
A lo lejos, entre los árboles…
se movían figuras oscuras.
Tres.
Cuatro.
Cinco.
—Cazadores —murmuró Leo.
—Están vigilando el camino —dijo la abuela—. Eso significa que estamos cerca.
Mi corazón empezó a latir con fuerza.
Luna.
Cada paso que daba era una promesa hacia ella.
Laura tomó aire.
—Muy bien. No hay más tiempo que perder.
Los bordes del bosque están llenos de ellos.
Pero la entrada principal de la guarida… está allí.
Señaló un punto entre los troncos.
—Cuando crucemos esa línea —advirtió— no habrá vuelta atrás.
Yo levanté la cabeza.
—Perfecto —dije—.
No vine para regresar.
Leo me apretó la mano un segundo.
Justo antes de soltarla, susurro:
—Vamos por Luna.
Y después… por todos los que se atrevan a tocarte.
Miré el bosque, oscuro, frío, lleno de enemigos.
Y no tuve miedo.
Solo una frase martillando en mi mente:
Luna, espérame.
Ya voy.