Hechizos de amor

Capítulo 1: La Última Víctima.

Mauricio estaba arrodillado en el suelo de la sala, besando las chanclas de hule de Addy como si fueran reliquias sagradas —y no unas chanclas de dedo con flores de plástico, compradas por tres dólares en el Mercado Central. ¡Qué ganga! Pero para él, eran las sandalias de San Francisco de Asís en oferta, bendecidas por el mismísimo Tlaloc. Las flores de plástico ya tenían más besos que un santo en procesión de agosto. Sus labios murmuraban un rosario de adoración que cada vez sonaba más a súplica desesperada:

—Señor, haz que no me corra… o al menos que me deje estar cerca de ella, por la gran puchica.

—Levantate —dijo Addy, con voz de villana de telenovela que ya se hartó del galán. Sonaba exactamente como la cajera del Súper Selectos cuando le pedís cambio de un billete de a cien y ella te mira como si le pidieras un riñón.

Él se puso de pie ¡zas!, tan rápido que crujió como mueble de TEMU mal armado. La misma camisa azul desde hacía tres semanas. Era el nuevo perfume: Obsesión Tóxica, edición limitada “No me sueltes”.

El aire de la sala olía a incienso de copal compitiendo en un duelo olfativo con el perfume dulzón de las velas de miel que Mauricio insistía en encender cada noche “para proteger tu aura”. Nada dice “romance sano” como convertir tu sala en un spa de bruja con toques de secta. El sofá tenía su alfombra “mágica” (comprada en Hierbas y Susurros, entre puestos de mangos y repuestos de celular) colocada con precisión quirúrgica: “Para que tus chakras no se desalineen cuando te sientes, mi reina”.

Suspiró. Otro perro con ropa que lava su propia correa y la perfuma con esencia de madera de cedro.

Con gesto de diva frustrada —la misma que usaba su bisabuela para conjurar lluvia en sequía—, trazó en el aire el símbolo de desligamiento que su madre le enseñó antes de morir: espiral invertida, tres uñazos en la palma izquierda (¡toma, manicure con propósito!), y la palabra mágica en náhuat que sonaba a estornudo de gato con alergia: Xikakawa.

¡CRACK!

Addy sintió un tirón helado en el centro del pecho, como si un hilo invisible que la conectaba a él se hubiera roto con violencia. Por un segundo, el aire le faltó. El hechizo se rompió como hueso de pollo en los dientes de un perro callejero. Sintió ese peso espeso —ese velo de control invisible que siempre flotaba cuando la magia de posesión estaba activa— desaparecer del aire como humo en viento de verano.

Mauricio parpadeó tres veces, como Windows reiniciando después de una actualización forzada que nadie pidió. Miró sus manos: “¿Estas son mías? ¿Por qué tiemblan?”. Miró a Addy —¡por fin, con sus propios ojos, sin filtros mágicos!— y en su mirada ella vio algo peor que odio, peor que indiferencia: alivio puro, cristalino. Y un poquito de: “¿dónde está mi dignidad? ¡Ah, sí, la dejé en las chanclas!”.

Miró la puerta.

Y salió disparado como si el mismísimo Tlaloc le cobrara factura por sequía emocional. Tropezó con el tapete bordado “Addy ♥ Mauricio por siempre”, dejó las llaves del carro (que ahora eran suyas por abandono legal) y desapareció en la noche húmeda de San Jacinto.

La puerta quedó abierta. Entró una ráfaga de aire con olor a tortillas quemadas, cumbia de rockola y el grito épico de un vendedor que parecía leerle el alma:

—¡Minuta helada, para el calor… y para el trauma!

Addy se quedó sola, rodeada de los restos de un amor fabricado:

  • Velas de Esquipulas que parecían haber visto cosas peores que ella.

  • Rosas marchitas que él regaba tres veces al día “por si acaso”. Pasó un dedo por un pétalo seco. Se deshizo en polvo, un polvo que se sintió como ceniza de culpa en su piel. Recordó el día que él las trajo, tan orgulloso, diciendo que eran 'eternas, como su amor'. Ella casi se ríe, pero el hechizo la obligó a sonreír y decir 'gracias'. El peso de esa mentira se sentía ahora más pesado que el propio caldero.

Se hundió en el sofá de terciopelo rojo —herencia de la bisabuela que usaba amarres no solo para ligarse generales, sino también sus pensiones— y se cubrió la cara con las manos. Sus dedos olían a albahaca machacada, a azufre residual y a ese fracaso que no se limpia con agua bendita.

—Otra alma vacía —murmuró—. Mi terapeuta me bloquearía en WhatsApp.

Porque Addy no era mala. Era mala en lo bueno y cabrona en lo peor. Linaje Salazar: curanderas que sanaban con hierbas, amarretas que vendían esperanza en frasquitos, mujeres que sabían cómo hacer que un hombre olvidara su nombre… pero desastre total en lo básico: pedir una cita, decir “me gustas”, ser amada sin contrato mágico.

Mauricio fue el octavo. El más dulce. Como una pupusa sin relleno. Todos terminaron igual: liberados, huyendo, llorando de gratitud.

Addy salió al patio trasero. El volcán de San Salvador se alzaba en la distancia como un abuelo dormido con acidez. Una mariposa nocturna —grande, color crema— chocó contra la lámpara y cayó mareada sobre las baldosas.

Addy la recogió con cuidado. El aroma a jazmín de noche, salvaje y libre, flotó desde el jardín del vecino. Un olor que no se podía embotellar, ni amarrar, ni obligar.

—Andá —le dijo, con ternura y advertencia—. Antes de que te ponga un collar con mi inicial.

Podría traerla de vuelta con un susurro. Podría hacer que danzara para ella hasta el amanecer. Pero la libertad del insecto, tan simple y frágil, se sintió más poderosa que cualquier hechizo en su grimorio. La mariposa aleteó y desapareció entre las hojas del mango.

Addy se rio, un sonido quebrado. Pero la risa se rompió en un sollozo. Lloró por Mauricio. Por los otros siete. Por su madre, que murió sola en esta misma casa, con el corazón roto por un amor que nunca fue real. Por todas las mujeres Salazar que creyeron que el amor se cocina a fuego lento… y nunca entendieron que no cabe en un frasco de Hierbas y Susurros.




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