El Grimorio Terco
(o cómo un libro de hechizos puede ser más testarudo que un burro en cuesta)
El grimorio no ardió.
No es que Addy no lo intentara. Lo puso sobre un fuego de leña. Roció las páginas con gas kerosene y le prendió fuego con un fósforo.
La llama lamió la esquina… y se apagó como si el libro hubiera soplado como cumpleañero que sopla las velas de un pastel.
—¿En serio? —murmuró Addy, arrodillada en el patio, con el pelo suelto y los ojos rojos de tanto frotarlos—. ¿Ni siquiera me vas a dejar renunciar con estilo?
Volvió a intentarlo. Esta vez con velas negras, un círculo de sal y la frase de despedida más dramática que se le ocurrió:
 —Xikakawa, xikakawa, xikakawa… y que te den.
Nada.
 Las páginas ni siquiera se arrugaron. Solo emitieron un susurro seco, como el crujido de una cucaracha caminando sobre hojas de maíz tostado.
Addy se dejó caer de espaldas. El cielo de San Jacinto estaba nublado, como si hasta el sol tuviera miedo de mirarla después de lo de Mauricio. En su cabeza, una vocecita repetía: “Ocho hombres. Ocho almas vacías. ¿Y ahora qué? ¿Vas a abrir un albergue para ex-hechizados?”
Fue entonces cuando sonó el claxon.
No uno cualquiera.
 Era el prrrrt-prrrrt característico del Volkswagen escarabajo negro de 1973 de Tía Remedios, el mismo que nunca se descompone porque, según ella, “tiene un pacto con el diablo… o con el mecánico de la 29, que es peor”.
Addy no se movió. Tal vez si fingía estar muerta, su tía se iría.
No se fue.
—¡Adelaida Salazar! —gritó desde la calle, con la voz de quien ha regañado a generaciones de brujas irresponsables—. ¡Si no abrís la puerta, la quemo yo… y con ella tus ilusiones de ser humana!
Con un suspiro digno de mártir, Addy se levantó, se sacudió el polvo de las piernas y abrió.
Tía Remedios estaba en el umbral, con un paquete de semitas recién horneadas en una mano y un bastón de palo de hierro en la otra (aunque caminaba perfectamente sin él; lo usaba “para golpear la estupidez cuando la veo”).
Llevaba un vestido de flores enormes, gafas de sol redondas y un collar de dientes de jaguar que, según la familia, perteneció a una sacerdotisa pipil. Olía a romero, tabaco y desilusión.
—¿Qué hacés? —preguntó, entrando sin permiso, como siempre.
—Nada —dijo Addy.
—Mentira. Estás intentando quemar tu herencia como si fuera basura de la Alcaldía. —Se acercó al caldero, miró el grimorio con desprecio—. Este libro ha sobrevivido a invasiones, dictaduras y tres matrimonios míos. No va a morir por un ataque de conciencia barata.
—No es conciencia barata. Es… ética.
—¡Ética! —se rio, como si hubiera dicho “unicornio vegetariano”—. Los Salazar no renuncian, niña. Dominan.
—Pues yo ya no quiero dominar. Quiero… conectar.
—Conectar —repitió Remedios, con una mueca—. Palabra bonita para decir “mendigar afecto”. Tu madre también quería “conectar”. Mira cómo terminó: sola, con un hombre que ni siquiera recordaba su nombre, y un corazón que latía más por miedo que por amor.
Addy apretó los puños.
 —Ella usaba magia oscura.
—¡Nosotras somos magia oscura! —exclamó Remedios, con una intensidad que hizo temblar las hojas del mango—. La luz es para los santos y los tontos. Nosotras somos las que caminamos en la sombra para que otros puedan dormir tranquilos… o enamorarse sin saber por qué.
Dejó las semitas sobre la mesa y se sentó en el sofá de terciopelo rojo, como si fuera su trono.
—Escúchame bien, Adelaida. El amor verdadero no existe. Es un cuento para humanos débiles que no tienen el coraje de tomar lo que quieren. Tú tienes poder. Úsalo.
—¿Y si lo que quiero es que me quieran… sin que yo lo fuerce?
Remedios la miró largo rato. Luego, con una ternura inesperada, le acarició el pelo.
—Entonces, mijita, estás condenada a sufrir.
 Pero… —añadió, levantándose—, si vas a sufrir, que sea con estilo. Y con semitas.
Se dirigió a la puerta, pero antes de salir, se detuvo.
—Por cierto. Ese libro no se quema porque no quiere irse. Quiere que lo leas de nuevo. Pero no las páginas de amarres… las de sanación. Las que tu madre escribió cuando pensaba que nadie la veía.
Y con eso, se fue. El escarabajo arrancó con un rugido que sonó sospechosamente como una risa.
Addy se quedó sola. Miró el grimorio.
 Con cuidado, lo abrió por la mitad.
Allí, entre una receta para “hacer que un enemigo pierda la voz en reunión de vecinos” y un diagrama para “invocar lluvia en sequía (útil para lavar el carro sin pagar agua)”, encontró una página doblada.
Era una carta. Escrita con la letra temblorosa de su madre:
“Addy, si algún día leés esto, es porque ya entendiste que el amor no se amarra… se libera. Yo no supe hacerlo. Pero tú sí puedes.
 P.D.: El hechizo de la página 112 no es para hacer que te amen. Es para que tú te ames lo suficiente como para no necesitarlo.”
Addy miró la página 112.
 El título decía: “Rituales de Autenticidad”.
Y por primera vez en su vida, sintió que el grimorio no era su enemigo…
 sino su espejo.