Hechizos de amor. Una bruja arrepentida.

CAPÍTULO 1: EL MANDILÓN

1.1:

El apartamento olía a lavanda y a fracaso.

Adelaida Salazar—Addy para quien todavía la llamaba por su nombre—estaba sentada en el borde de su sofá, observando al hombre que hace ocho meses había jurado amar para siempre. Rodrigo Santana. Ingeniero civil. Treinta y dos años. Un metro setenta y ocho de altura. Ojos cafés que alguna vez brillaban con inteligencia y humor, ahora vacíos como los de un pez en el mostrador del supermercado.

Las cortinas estaban cerradas aunque era mediodía de sábado. Addy había desarrollado una aversión a la luz natural en las últimas semanas. La luz natural tenía la molesta costumbre de iluminar verdades incómodas, y Addy vivía actualmente rodeada de ellas.

Rodrigo estaba sentado en el sofá individual frente a ella, las manos sobre las rodillas, la espalda perfectamente recta. Esperando. Siempre esperando.

—¿Tienes hambre? —preguntó Addy, probando.

—Si tú tienes hambre, yo tengo hambre.

—No te pregunté si yo tengo hambre. Te pregunté si TÚ tienes hambre.

—Lo que tú digas está bien.

Addy sintió la náusea subir por su garganta como marea tóxica.

Llevaba tres días evitando esta conversación. Tres días de despertarse junto a un hombre que la miraba con adoración enfermiza, que asentía a cada palabra que salía de su boca, que había perdido toda capacidad de tomar una decisión sin consultarla primero. Un hombre que, ocho meses atrás, había tenido opiniones fuertes sobre política municipal, una risa contagiosa que llenaba habitaciones completas, y la costumbre de contradecirla en debates apasionados sobre el mejor café de la ciudad.

Ahora era esto: un cascarón con forma humana, un muñeco que respiraba.

Un mandilón.

La palabra le sabía amarga incluso pensándola. Su abuela la habría abofeteado por usarla. "Las mujeres Salazar no denigramos a nuestros compañeros," le habría dicho con esa voz que sonaba a humo y a siglos. "Los elevamos. Los mejoramos."

Pero esto no era mejora. Esto era destrucción con vestido de amor.

—Rodrigo —dijo Addy, y su voz sonó más aguda de lo que pretendía—, ¿qué quieres hacer hoy?

Él parpadeó lentamente, como si la pregunta requiriera traducción de un idioma antiguo.

—¿Qué quieres hacer tú?

—Dios mío.

Addy se levantó del sofá con demasiada brusquedad. Rodrigo también se levantó inmediatamente, como soldado respondiendo a comando silencioso. Ella levantó una mano.

—No. Quédate sentado.

Él se sentó.

—Párte.

Él se paró.

—Salta.

Rodrigo saltó. Una vez. Dos veces. Esperó instrucciones para la tercera.

Addy corrió al baño, cerró la puerta de un golpe, y vomitó.

1.2:

Cuando tenía ocho años, Adelaida Salazar vio a su abuela hacer llorar a un hombre con tres palabras y un puñado de sal.

El hombre era el casero, un tipo corpulento con bigote gris y actitud de quién-te-has-creído-que-eres. Había subido las escaleras del edificio haciendo ruido deliberado, tocado la puerta del apartamento 3-B con golpes que eran más amenaza que saludo, y había entrado sin esperar invitación.

—El alquiler —había dicho, extendiendo una mano gruesa—. Con dos semanas de retraso. Y si no lo tienes, empaca tus brujerías y lárgate.

Addy, escondida detrás del marco de la puerta de la cocina, había visto a su abuela—Doña Estela, ochenta y dos años de magia concentrada—sonreír. No era una sonrisa amable.

—Un momento, Don Gustavo —había dicho, girándose hacia la alacena.

Había tomado el salero. Nada especial, cristal común con tapa metálica. Había vertido sal en su palma izquierda mientras murmuraba algo que Addy no alcanzaba a escuchar. Luego había soplado la sal directamente al rostro del hombre.

Don Gustavo había parpadeado. Había abierto la boca para gritar. Y entonces había comenzado a llorar.

No lágrimas delicadas. Sollozos desgarradores, como niño que acaba de entender que su madre no va a volver. Había caído de rodillas, mocos y lágrimas corriendo por su bigote gris, disculpándose por cosas que no había hecho, confesando culpas que no tenía, rogando perdón con voz quebrada.

—Ahora vete —había dicho Doña Estela, y él había huido gateando hacia las escaleras.

Addy había salido de su escondite con ojos enormes.

—¿Qué le hiciste, abuela?

—Le mostré su verdad, mijita. La sal revela lo que se esconde. —Doña Estela había guardado el salero de vuelta en la alacena, movimientos tranquilos, como si acabara de preparar té—. Don Gustavo lleva treinta años actuando como hombre fuerte, pero por dentro es el niño cobarde que su padre golpeaba cada noche. La sal solo le recordó quién es realmente.

—¿Eso es malo?

—Eso es necesario. —Su abuela la había mirado con esos ojos que parecían ver a través de paredes y mentiras—. La magia no es buena ni mala, Adelaida. Es una herramienta. Como un cuchillo. Puedes usarla para preparar cena o para matar. La intención es lo que cuenta.

Addy, ocho años, había asentido solemnemente, sin entender del todo.

Ahora, veintidós años después, arrodillada en el piso de su baño con sabor a bilis en la boca, entendía perfectamente.

Había usado el cuchillo para matar. Solo que la víctima seguía caminando.

1.3:

Rodrigo estaba parado exactamente donde Addy lo había dejado cuando salió del baño diez minutos después. No se había movido ni un centímetro. Ni siquiera había sacado su teléfono. Solo... esperaba.

Addy se apoyó contra el marco de la puerta, estudiándolo como entomóloga observa insecto pinado en corcho.

Había sido guapo, recordó con distancia clínica. No de forma obvia—no era actor de telenovela ni modelo de revista. Pero tenía esa combinación de rasgos que hacía a la gente voltear dos veces: mandíbula fuerte, sonrisa torcida, manos grandes que gesticulaban cuando hablaba de puentes y cimientos y la poesía oculta de la ingeniería estructural.

La primera vez que lo vio fue en una conferencia sobre desarrollo urbano. Addy había ido por obligación social—su trabajo administrativo en la municipalidad requería "presencia en eventos comunitarios"—y había planeado quedarse exactamente veinte minutos antes de escabullirse.




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