Hechizos de amor. Una bruja arrepentida.

CAPÍTULO 2: EL ENTIERRO

1

Addy no durmió.

Cómo podría. Cada vez que cerraba los ojos veía el rostro de Rodrigo—ese momento preciso cuando la comprensión había reemplazado a la devoción ciega, cuando sus ojos habían pasado de adoración a horror en el espacio de un parpadeo. Veía sus manos temblando mientras buscaba el picaporte. Escuchaba su voz quebrándose: "Ocho meses de mi vida."

Así que se quedó despierta.

La noche se arrastró con la velocidad de la savia congelada. Addy permaneció en el sofá, inmóvil excepto por el ocasional temblor que la recorría de pies a cabeza. Afuera, la ciudad pasaba por su ciclo nocturno habitual: sirenas distantes, risas de borrachos regresando de bares, el camión de basura a las cuatro de la mañana con su sinfonía metálica de contenedores golpeando pavimento.

Sonidos normales de ciudad normal llena de gente normal que no pasaba sus noches contemplando el peso de violaciones mentales cometidas.

A las cinco y media, el cielo comenzó a aclararse—ese azul pre-amanecer que nunca era realmente oscuro ni realmente claro, solo un gris indefinido que hacía juego perfecto con el estado mental de Addy.

Se levantó del sofá. Sus articulaciones crujieron. Tenía treinta años pero se sentía como ochenta.

La caja de zapatos seguía en el piso donde la había dejado. Dieciséis sobres mirándola con acusación muda.

Addy no los tocó. Todavía no. Primero había algo más que necesitaba hacer.

Caminó hacia su cuarto, cada paso deliberado, como si estuviera caminando hacia guillotina de su propia construcción. En cierto sentido, lo estaba.

El armario olía a cedro y a todas las versiones de sí misma que había guardado ahí a lo largo de los años. Vestidos para primeras citas (la mayoría de las cuales habían sido preludio de hechizos). Blusas de trabajo (siempre perfectamente planchadas gracias a encantamiento doméstico que su madre le había enseñado). Abrigos para inviernos que nunca hacían suficiente frío en esta ciudad pero que ella compraba de todas formas porque algún hechizo de tres generaciones atrás había decidido que las mujeres Salazar no sentían frío común.

Ignoró toda la ropa.

Lo que buscaba estaba en el estante superior, más allá del libro de hechizos. Una serie de cajas, cada una etiquetada con letra cuidadosa de su abuela.

Herramientas Esenciales. Hierbas—Uso Frecuente. Cristales y Amplificadores. Objetos de Ritual—Heredados.

Y la más grande, envuelta en tela verde oscuro que alguna vez había sido el mantel de la mesa de su bisabuela:

Caldero Familiar. Quinta Generación. No usar sin propósito claro.

Addy bajó las cajas una por una, cuidadosamente al principio por puro instinto, luego con menos reverencia según avanzaba. Porque eso era parte del problema, ¿no? Toda esta reverencia. Todo este ritual. Toda esta idea de que la magia era sagrada, era poder, era legado.

Cuando en realidad era solo una forma particularmente insidiosa de controlar a otros.

La última caja—el caldero—pesaba más de lo que recordaba. Lo desenvolvió con manos que ya no temblaban. El temblor había sido reemplazado por algo más frío, más firme. Determinación nacida no de valentía sino de asco tan profundo que no dejaba espacio para miedo.

El caldero era de cobre, ennegrecido por décadas—siglos, probablemente—de uso. Tenía grabados en los costados, símbolos que su abuela le había enseñado a leer: protección, transformación, manifestación de voluntad.

Voluntad. Esa palabra de nuevo.

Manifestación de voluntad.

Traducción más honesta: imposición de tu voluntad sobre la realidad, sin importar el costo para otros.

Addy lo colocó en el piso con ruido sordo que resonó más fuerte de lo que debería en el espacio pequeño del cuarto.

Luego abrió las otras cajas.

2

El inventario de una bruja.

Hierbas: Lavanda para calma (usada en Rodrigo para que no cuestionara). Romero para memoria (usada en Carlos para que no olvidara estar obsesionado con ella). Manzanilla para sueños (usada en Miguel para que soñara con ella cada noche). Valeriana para dependencia emocional. Hierba de San Juan para devoción. Milenrama para atadura.

Todas etiquetadas. Todas organizadas en frascos de vidrio con tapas de corcho. Todas perfectamente preservadas porque Addy era—había sido—buena en esto. Eficiente. Metódica.

Como serial killer que mantiene sus herramientas afiladas.

Cristales: Cuarzo rosa para "amor" (comillas mentales muy necesarias ahora). Amatista para influencia psíquica. Obsidiana para control. Pirita para atracción. Cada uno envuelto en tela suave, cada uno cargado con intención a la luz de lunas específicas según instrucciones que databan de cuando su tatarabuela había cruzado el océano desde algún lugar de Europa que la familia ya no nombraba.

Objetos de ritual: Velas de colores específicos. Cordones de seda para atar (literalmente—atar fotografías, atar mechones de cabello, atar voluntades). Sal negra para protección. Sal roja para pasión. Sal blanca para purificación. Incienso que olía a bosques antiguos y a promesas rotas. Un athame—cuchillo ceremonial—que nunca había cortado nada excepto aire y el velo entre intención y manifestación.

Y el libro. El maldito libro.

Compendio de Hechizos y Prácticas de la Familia Salazar: Quinta Generación.

Addy lo sostuvo, sintiendo el peso de ciento cincuenta años de mujeres que habían escrito en estas páginas. Mujeres que habían sido sus ancestras, sus maestras, su legado.

Mujeres que le habían enseñado que la soledad era debilidad, que el control era amor, que manipular a otros era simplemente "tomar las riendas de tu destino."

Su abuela había muerto cuando Addy tenía veintitrés. Cáncer que se había negado a tratar con medicina convencional porque "las brujas no se someten a venenos modernos." Había usado hierbas, cristales, rituales de sanación que claramente no habían funcionado pero que ella había insistido funcionarían hasta su último aliento consciente.




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