1
El lunes amaneció con la arrogancia de los días que no saben que van a ser terribles.
Addy se despertó a las seis y media—temprano para alguien que técnicamente todavía estaba "enferma" según el mensaje que le había enviado a su jefa el día anterior. Pero su cuerpo, acostumbrado a años de rutina, se negaba a dormir más allá de la alarma mental que sonaba cada mañana a la misma hora.
Se quedó en cama por diez minutos, mirando el techo, posponiendo el momento inevitable de encender su teléfono y enfrentar lo que fuera que esperaba ahí.
Sus manos todavía dolían. Las ampollas de ayer se habían convertido en algo peor durante la noche—piel levantada, líquido debajo, dolor sordo que se agudizaba cada vez que cerraba los puños.
Bien. El dolor la mantenía anclada.
Finalmente se levantó, se lavó la cara, se cepilló los dientes mientras evitaba su reflejo en el espejo. No estaba lista para esa conversación todavía.
El teléfono estaba donde lo había dejado: en el cajón de la mesita de noche, apagado, inerte.
Addy lo encendió.
La pantalla cobró vida con el logo brillante, luego con la cascada inevitable de notificaciones que había estado evitando:
8 llamadas perdidas (3 de su madre, 2 de su jefa, 1 de número desconocido, 2 de Carla—su única amiga real, o al menos la única persona además de Doña Remedios que hablaba con ella regularmente sin estar bajo hechizo)
23 mensajes de texto (distribución similar)
14 emails (trabajo principalmente, más dos de su madre que probablemente eran versiones escritas de los mensajes de voz que no quería escuchar)
Addy exhaló lentamente.
Comenzó con lo menos amenazante: Carla.
"Addy, ¿estás bien? Tu mamá me llamó preguntando si sabía dónde estabas. Suena preocupada. Bueno, suena enojada pero dice que está preocupada. Llámame."
"En serio, llámame. Me estás asustando."
Addy respondió: "Estoy bien. Solo necesitaba desconectar. Hablamos pronto."
Luego, su jefa. El email era directo:
"Adelaida, entiendo que estás enferma, pero necesitamos hablar sobre tu ausencia de ayer y tu desempeño reciente. Por favor llama a RRHH para agendar reunión esta semana."
Desempeño reciente. Eso era código para "hemos notado que has estado distraída/ausente/generalmente inútil y necesitamos discutir si todavía eres empleada viable."
Addy no podía culparlos. Los últimos meses—mientras Rodrigo se desmoronaba lentamente bajo el peso del hechizo—ella había estado llegando tarde, saliendo temprano, con su mente en cualquier lugar menos en permisos de construcción y regulaciones municipales.
Respondió: "Entendido. Llamaré hoy para agendar."
Finalmente, inevitablemente, su madre.
Los mensajes de voz eran progresivamente más agresivos:
Mensaje 1 (Domingo, 9:47 AM): "Adelaida, llámame en cuanto escuches esto. Necesitamos hablar sobre lo que le hiciste al legado familiar."
Mensaje 2 (Domingo, 2:33 PM): "No me ignores. Tu abuela está girando en su tumba. ¿Sabes cuánto tiempo tomó acumular ese conocimiento? ¿Cuántas generaciones? Y tú simplemente lo ENTIERRAS como si fuera basura."
Mensaje 3 (Domingo, 7:15 PM): "Bien. Si así quieres jugar. Pero cuando te des cuenta de que no puedes sobrevivir en este mundo sin nuestras ventajas, sin nuestra protección, no vengas llorando a mí. Elegiste ser ordinaria. Disfruta la mediocridad."
Addy escuchó cada mensaje completo, cada palabra como bofetada verbal.
Luego borró los tres sin responder.
No tenía energía para esa pelea. No hoy.
2
A las nueve de la mañana, Addy estaba parada frente al edificio donde trabajaba—cinco pisos de burocracia municipal en concreto gris que siempre le había parecido depresivamente apropiado para oficinas de gobierno.
Había tomado autobús para llegar aquí en lugar de conducir su carro como normalmente hacía. No por razón práctica sino porque necesitaba el tiempo de viaje para prepararse mentalmente, y manejar requería demasiado enfoque que no tenía.
El autobús había estado lleno de gente viviendo sus lunes normales: hombre con traje leyendo periódico, estudiante con audífonos y ojos cerrados, madre con niño pequeño que no dejaba de hacer preguntas sobre por qué el cielo era azul.
Vidas normales. Problemas normales.
Addy había observado a todos con fascinación extraña, como antropóloga estudiando tribu desconocida. ¿Así era como vivía la gente sin magia? ¿Simplemente... existiendo? ¿Lidiando con tráfico y niños preguntones y trabajos que probablemente odiaban pero necesitaban para sobrevivir?
Parecía exhaustivo y hermoso en igual medida.
Ahora, parada frente a su edificio de trabajo, Addy sintió el peso de la decisión que tenía que tomar.
Podía entrar. Podía sonreír a recepcionista, tomar el elevador al tercer piso, sentarse en su cubículo y pretender que todo era normal. Podía agendar la reunión con RRHH, escuchar su sermón sobre profesionalismo y compromiso, prometer hacerlo mejor.
Podía mantener este trabajo que odiaba pero que pagaba sus cuentas y le daba estructura y le permitía fingir que era persona funcional.
O.
O podía aceptar que este trabajo—como tantas otras cosas en su vida—había sido mantenido flotando por magia menor. Hechizos sutiles para que sus errores fueran pasados por alto, para que sus jefes la recordaran más favorablemente de lo que merecía, para que su mediocridad fuera interpretada como competencia adecuada.
Sin esos hechizos, sin ese pulgar mágico en la balanza...
Era solo empleada mediocre en trabajo para el que nunca había estado particularmente calificada o interesada.
Addy sacó su teléfono.
Escribió email a su jefa:
"Estimada Patricia,
Después de reflexión considerable, he decidido presentar mi renuncia efectiva inmediatamente. Entiendo que esto es poco profesional dada la falta de aviso de dos semanas, y por eso renuncio a mi salario pendiente.