ISAAC
Observé mi celular por cuarta vez, manteniendo la mirada fija en el nombre de contacto de Mara. Había pasado poco tiempo desde que regresó a la universidad y, hasta ese momento, no la había podido contactar. Tampoco me la había topado en el edificio.
A pesar de que le había mandado un mensaje la semana pasada, no obtuve ninguna respuesta. ¿Me estaba evitando? Era probable que lo hiciera, sobre todo si Jazmín le habló sobre Cristian, algo que tendría como resultado una situación problemática.
Hice una mueca antes de guardar el móvil y continuar empacando.
Joel me había pedido que cambiara de departamento ya que una nueva inquilina pidió alojarse en el quinto piso, rehusándose a siquiera negociar sobre ello. Por supuesto, no me quejé. Después de todo, estaba viviendo ahí gratuitamente.
Fui a la mesa de estudio para guardar todos los libros que debía almacenar para dar las asesorías, encontrándome con la caja del CD que Mara me había regalado para mi cumpleaños. Al leer el título, sentí la calidez de la nostalgia. Lo guardé en una caja de tal forma que no podría estropearse con facilidad, mientras que el trébol de cuatro hojas del amuleto que la chica también me había regalado guindaba en el aire.
Entonces me pregunté si Mara se percataría de mi ausencia en cuanto cambiara de piso. No era algo descabellado considerando que solía estar muy al pendiente de mí. A veces, incluso llegué a pensar que me conocía más de lo que hacía conmigo mismo.
Me levanté de golpe al escuchar unos golpecitos en mi puerta. ¿Se trataba de la chica?
No pude dar más de dos pasos antes de que el hormigueo en mi pierna me obligara a parar. ¿En qué mierda estaba pensando? ¿Por qué de pronto comencé a ilusionarme con esa idea? Me estaba volviendo jodidamente loco.
Cuando me recuperé, vi a través de la mirilla de la puerta que se trataba de Cristian. Titubeé antes de abrir.
—¡Isaac! —exclamó con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Cómo supiste en donde vivo? —pregunté receloso.
—Bueno… —Fingió pensarlo—. Ya sabes, Jazmín es buena cuando se trata de dar información.
Contuve la maldición que estaba por salir de mi boca.
—¿Y? ¿Qué quieres?
—Vaya, estás comportándote más frío que de costumbre —refunfuñó, hizo un puchero y, un segundo después, sonrió maliciosamente. Se puso de puntillas y, antes de que me percatara de ello, rodeó mi cuello con ambos brazos—. Pero ¿sabes?, creo que eso me gusta más.
Sin dejarme reaccionar, acercó sus labios a los míos, presionando nuestras bocas durante los segundos en los que mi mente se mantuvo en blanco. Hasta que escuché algo impactar en el suelo, le di un empujón y me limpié la boca. Mientras él sonreía, yo le daba una mirada fulminante.
—No tengo tiempo para esto —gruñí.
Cristian puso su pie para que no cerrara la puerta.
—¿No me invitarás a pasar? Vengo a terminar la plática que quedó pendiente.
—No me interesa.
—Pero a mí sí. —Ejerció presión. No era fuerte, sin embargo, como no me gustaba verlo de esa forma, me aparté y le dejé entrar—. Uf, qué bonito lugar.
Examinó la sala y la cocina con la mirada mientras asentía, luego se sentó en el viejo sillón e hizo una mueca, tal vez pinchándose con los resortes salidos; aun así, no dijo nada.
—Te escucho —dije y me paré lo más alejado de él.
—¿Vas a irte de viaje o algo? —Señaló las cajas que estaban a mi costado. Como no le respondí, suspiró—. De acuerdo. Sé que estás enojado y tal cosa, y estás en tu derecho, pero, por favor, ¿podrías dejar de mirarme como si te diera asco? Es incómodo y exagerado.
—¿Viniste a criticarme?
—¡No, no! —exclamó mientras agitaba las manos—. Por Dios, eres muy hábil para imaginar cosas. Oye, ¿no tienes algún juguito o algo? Tengo mucha sed.
Nunca fui una persona paciente. Con él, lo era menos. Le entregué un vaso lleno de agua para que pudiera continuar, aunque se tomó su tiempo al contemplar el vaso: clara señal de que no se atrevía a decirme qué hacía ahí.
—Tengo algo que proponerte —dijo por fin, apretando su agarre—. Comencemos de nuevo.
—¿Qué? —espeté con el cejo fruncido.
—Seamos amigos de nuevo.
Alzó la mirada con lentitud, escaneó mi rostro, como buscando alguna respuesta en mi rostro, no obstante, no hubo más que una larga exhalación.
—¿Por qué?
—Es lo que todos esperan de nosotros —musitó y bajó la cabeza, avergonzado—. Y yo, no sé, también quiero hablar contigo como antes.
Casi me reí. Estaba claro que las cosas no podrían ser igual que antes. No había nada que pensar.
—No —respondí cortante, algo que lo obligó a mirarme otra vez.
—¿Por qué? —Apretó los labios cuando enarqué una de mis cejas—. Está bien, lo sé, te engañé y todo, pero eso no tiene nada que ver con ser amigos.
—No importa —musité.