Hecho a tu medida

CAPÍTULO 29. ✺Observa mi sorprendente talento oculto✺

Desde que leí por primera vez los escritos de LinAngel, ya era un autor reconocido en la plataforma, por ello pensé que sería una persona altiva, que se creía un ser omnipotente en comparación a sus lectores. Sin embargo, cuando le envié un mensaje privado, me escribió palabras dulces y honestas.

Me enteré de que sufría de una intensa fiebre que no parecía querer desaparecer, por ello me armé de valor y le mostré mi apoyo, deseando su pronta recuperación. Era la primera vez que LinAngel me respondía tan rápido: mostró su agradecimiento y prometió que haría todo lo posible por curarse y actualizar. Me sentí tan conmovida que había olvidado la incertidumbre que creó entre sus seguidores.

Después de leer por trillonésima vez sus palabras, el pitido de un vehículo me despertó de mi ensoñación. Frente a mí se encontraba Ángel Saavedra, quien, al quitarse el casco, reveló un cabello desordenado y el sudor bañándole el rostro. Esa vez llevaba una sudadera gris con las siluetas de Silvestre y Piolín, acompañada de unos pantalones oscuros y calzado deportivo negro.

—Lamento llegar tan tarde —exhaló, evidenciando su agotamiento.

—No hay problema —dije, aunque internamente estaba irritada. ¡Casi una hora de espera!—. Aunque pensé que habías dicho que eras el más rápido del Viejo Oeste.

—Y lo soy —aseguró, acompañado de un movimiento de cabeza—, es sólo que llegaron tres pedidos extras y tuve que manejar a toda velocidad.

Cualquier gesto retador se esfumó de mi rostro. Me preocupaba que se arriesgara de esa forma sólo por venir. No quise decirlo, de lo contrario, su exorbitante ego crecería más.

—Entonces, ¿la tienes?

—¡Cierto!

De la mochila que llevaba en la espalda sacó una bolsa con la peluca en su interior. No era muy mi estilo —es decir, no tenía flequillo—, pero no me quejé. Era eso o cocinar.

—Bueno, ¿estás lista? —preguntó mientras me entregaba la bolsa.

—¿Lista? ¿Para qué?

—Pues… para ir a la unidad conmigo —dijo con obviedad—. Lo hablamos ayer.

—Ah, es cierto —respondí, incómoda—. Es que… nunca acepté ir.

—Oh —soltó en una pequeña exhalación. Su rostro alegre se transformó en uno lleno de decepción. Incluso apretó su agarre en los puños de la moto—, ¿de verdad? Yo di por hecho que… No importa. Ya será para la otra…

Quería arrancarme los ojos en ese mismo instante o, por lo menos, golpearme fuertemente en la cabeza para no ver su porte miserable que daba lástima. ¿Cómo podía negarme ante eso?

Escondí las manos entre mis brazos, apreté los labios y desvié la mirada. «Aguanta un poco más, Mara, pronto se irá».

—Aunque no tengo nada que hacer ahora mismo —dije a duras penas.

—¡¿Eso es un sí?! —exclamó con los ojos más brillantes que jamás había visto.

Asentí de mala gana.

—¡Sí! Ah, pero antes tengo que advertirte que se canceló el juego por hoy.

—¿Qué? Entonces, ¿a dónde iremos?

—A la unidad, por supuesto —respondió con una sonrisa mientras recargaba sus antebrazos en el manillar de la motocicleta.

No era conocida por destruir sueños e ilusiones, sobre todo si se trataba de personas tan alegres como Ángel Saavedra, aun así, negué con la cabeza fervientemente.

—Estás loco —dije con un poco de temor en mi voz.

—Anda, será divertido. Te lo garantizo.

Formó un círculo con el dedo índice y pulgar.

Además de ser pésima en los deportes que tuvieran balones como objetivo principal, había una razón adicional ante mi desagrado por el fútbol. Una que no estaba dispuesta a decir en voz alta pero que, cada vez que escuchaba esa palabra, me traía amargas memorias: en la primaria, Gustavo y su panda de tontos solían asustar a las niñas simulando que las golpearía con el balón si es que se atrevían a pasar por la cancha cuando estuvieran jugando. Por supuesto, lo creímos al principio, hasta que una de mis amigas cruzó y no hicieron nada, nos confiamos e invadimos su «lugar especial».

Más tarde, una guerra entre niños y niñas se formaría. Nosotras queríamos ocupar la mitad del área, pero ellos eran tan codiciosos que lo querían todo. Sin importar las discusiones, nadie consiguió lo que quería, así que les dije a las demás que simplemente los ignoraran.

Grave error.

Cuando di media vuelta para seguir jugando, uno de los mocosos enfurecidos pateó el balón, golpeándome en la oreja. Recuerdo que lloré mucho por lo asustada que me encontraba, pensando que nunca más dejaría de escuchar un zumbido.

—¿No podemos ir por un helado? —sugerí en su lugar.

—¿Es que vives comiendo helado siempre? —se quejó Ángel, poniendo mala cara—. Si sigues llenando tu estómago con puro helado, engordarás. ¡Ah!, no quiero decir que te verías fea, de hecho ese peso de más te haría ver adorable, como un dumpling, pero no sería muy sano, ¿entiendes?

Cuando él tenía tantas palabras para decir, yo sólo podía asentir con la cabeza, en silencio. Era como si su enérgica personalidad opacara la mía y me dejara exhausta. Quizás le ocurrió lo mismo a cierto chico callado conmigo.



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En el texto hay: comedia, amor platonico, romance juvenil y humor

Editado: 28.03.2023

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