Después de escuchar las felicitaciones de Carla por encontrar un chico atractivo, subí al quinto piso apenada y furiosa. Sabía que Ángel Saavedra disfrutaba de jugar conmigo y molestarme, por eso no le di el lujo de mostrárselo. Sin embargo, una vez me quedaba sola, la rabia incrementaba cada vez que lo recordaba.
¿Cómo se atrevía a retarme y pronunciar la palabra prohibida? ¡Y todavía me besaba la mejilla! Más descarado no podía ser.
Cuando llegué al pasillo, saqué las llaves mientras lo maldecía mentalemnte y, cuando levanté la mirada para abrir la puerta, estuve a punto de caerme al suelo por el impacto.
—¿Lau?
Mi amiga estaba sentada al lado de la puerta mientras abrazaba sus piernas. Al principio creí que estaba llorando, pero cuando alzó el rostro sólo vi una enorme sonrisa. Agudicé mi olfato en busca del olor a alcohol o cigarrillo, pero no encontré más que su perfume de lavanda.
Antes de decir cualquier palabra, Laura rio tontamente.
—¿Qué haces aquí? —pregunté desconcertada y temerosa por lo que le hubiera pasado, pues esta era una conducta bastante inusual.
—Bueno, vine aquí para sorprender a mi mejor amiga y ver películas con ella, pero no había nadie así que esperé. Luego me aburrí y me quedé un rato mirando por la ventana hasta que vi a esa mejor amiga bajar de la moto del ladrón —relató mientras se ponía de pie y quitaba el polvo de su trasero.
Ahora comprendía aquella sonrisa terrorífica: se trataba de su faceta de chica pervertida que mira por los rincones. Admito que meses antes de conversar con Isaac compartíamos el pasatiempo de espiar a las parejas. Bueno, no era espiar-espiar, más bien era frecuentar sus perfiles en donde exponían lo hermosa que era su relación. En ese entonces yo lo veía como una novela, sólo que los protagonistas eran personas reales en situaciones reales, con peleas reales y rupturas e indirectas divertidas.
Y la cara que tenía Lau ahora era la misma que yo formaba al ver a aquellos pillines.
—Oye, ¿qué es lo que traes en tu axila? —inquirió, frunciendo la nariz al ver la tela blanca llena de tierra—. Huele mal.
—¡Ey! —protesté—. Son shorts. Entra.
Pasó frente a mí sin quitarme la mirada de encima y, si no fuera por ello, quizá no habría notado sus intensas ojeras. En mí, las bolsas bajo los ojos se estaban volviendo algo común; en Lau era un fenómeno extraño que sucedía sólo cuando algo la afligía. Exacto, la escuela no era lo suficientemente dura como para desvelarla. De forma casi mágica, hacía sus maquetas de un día para otro sin tener que desvelarse. Comenzaba a sospechar que obligaba a Lina, su compañera de habitación, para que la ayudara.
—¿Tu hermano no está? Toqué como cincuenta veces y lo único que gané fue que una anciana saliera y me pidiera que me callara. Fue un poco muy grosera.
—Supongo que salió con Sonia —comenté distraída mientras dejaba los shorts en el suelo de mi cuarto.
—¡Ay, quiero ver a Sonia! Necesito recomendarle un dorama que acabo de ver, ya que ella si está interesada.
—Sólo espera a que vuelvan y hazlo —respondí ante su indirecta directa—. Sabes que prefiero las películas americanas.
—Ajá, las sobreactuadas y sexosas esas.
—Al menos puedo diferenciar quién es quién.
—¡Yo también! Sólo falta que te acostumbres… —Suspiró—. Como sea, sé que no voy a convencerte. Entonces, ¿qué hacías con Ángel y por qué traes un short sucio? ¡No me digas…!
—Mejor tú dime por qué tienes ese rostro de muerta viviente —contraataqué para que no se imaginara cosas raras y «sexosas».
Torció los labios antes de responder.
—Octavio me preocupa. —Se dejó caer en la cama—. Siento que gracias a la dragona de Fabiola lo está pasando muy mal.
—¿Por qué lo dices? Yo siempre lo he visto contento.
—Osea, sí, pero no —dijo con la frustración evidente en sus ojos—. No sé cómo decirlo, pero algo va muy mal. Ya no se ríe como antes.
A decir verdad, no sabía si Lau tenía razón o sólo era paranoia. No había nadie más en el mundo que conociera a Octavio como lo hacía ella. Aunque tampoco me parecía imposible que Fabiola le hiciera mal: siempre lo cuidaba de las demás chicas, lo celaba de una forma poco sana y le exigía saber su ubicación. Sin embargo, como mamá siempre decía: está ahí porque quiere. Puede sonar cruel, pero tenía razón.
Por supuesto, no iba a decir algo como eso a la chica que no paraba de morder sus uñas.
—¿Ya has intentado hablar con él de esto? —pregunté en su lugar.
Laura inspiró hondo y asintió. Se veía más abatida que antes. Miró el armario frente a ella con la ropa saliéndose de los cajones.
—Ese es el otro problema —contestó después de un rato. Cuando noté que estaba jugando con sus manos, supe que algo grave había pasado.
—¿Qué pasó? ¿Se pelearon?
Ella torció los labios antes de acostarse en la cama, cubrir su cara con una de las almohadas y patalear como una niña. El gritó que soltó se ahogó en el cojín.