ISAAC
Lo que había comenzado como una inocente charla, terminó con un discurso de más de veinte minutos en el cual, a resumidas cuentas, Mauricio me llamó «idiota sin corazón».
Hacía un buen tiempo que no hablaba con él debido a sus pesados trabajos de la universidad y lo primero que recibí al conseguir un tiempo libre fue un: «Eres el imbécil más estúpido que he conocido». Eso ya lo sabía, así que pudo haber sido menos agresivo.
Bueno, debí esperarlo. Desde que conoció a Mara la había puesto en un pedestal, así que, cuando le conté sobre la confesión y el reinicio de nuestra relación, pasó de estar sorprendido a increíblemente molesto.
—¿No pudiste ser más suave? —me había dicho con una clara desesperación en su rostro. Aunque en ese momento quería cerrar el computador para finalizar la llamada porque suponía cuán pesado iba a ponerse, resistí porque había una parte de mí que comprendía lo merecido que tenía cada insulto.
—Fui lo más suave que pude —intenté defenderme, pero el flacucho me acalló.
—Ese no es el problema aquí, pendejo. Le pediste a la chica que está enamorada de ti que olvidara todo para que fuera tu jodida amiga. ¿Entiendes ya tu estupidez o necesito explicarla desde cero?
En respuesta, gruñí.
Lo sabía. Estuve sumergido en mi vanidad, tan orgulloso de tener a alguien que gustara de mí que no me preocupé por sus sentimientos. Al final, terminé lastimándola y me convertí en alguien indigno de su amistad. Sin embargo, todo eso ya había pasado. No podía regresar en el tiempo y detener cada uno de mis actos egoístas.
Aunque todo eso lo sabía, Mauricio se dio el lujo de explicarme detalladamente sobre cómo yo era un maldito cabrón que merecía morir en soledad.
Le presté atención solo cuando hizo una pregunta clave.
—¿En serio no te gusta ni un poco? Pensé que con ella podrías olvidarte de Cristian, pero ya no estoy seguro.
Me recosté en el espaldar de mi silla. Esa pregunta me la había hecho semanas atrás, después de escuchar su confesión. Al final me percaté que no importaba lo que yo sintiera, sino que debía dejar a un lado mis sentimientos y centrarme en la chica, en su bienestar. Y, por alguna razón, mi cerebro procesó que eso significaba el pedirle ser amigos de nuevo.
El problema fue la ejecución. Entonces me di cuenta que una vez más me centré en lo que yo quería.
—¡Isaac, te estoy haciendo una pregunta! —exclamó Mauricio.
—Sí, ya te escuché —me quejé.
—Entonces responde.
—¿Qué más da si me gusta o no? Las cosas están bien ahora.
Mauricio rio secamente.
—¿Estás de broma, no? ¿Para ti qué es estar bien? Te apuesto a que ni siquiera se han visto.
Abrí la boca, queriendo contradecirlo, sin embargo, estaba en lo cierto. Ante mi silencio, negó.
—¿Al menos has pensado en lo que está pasando?
Mentiría si dijera que no tuve tiempo de hacerlo, porque pasé mucho tiempo reflexionando, llegando siempre a la única conclusión: no quería cagarla de nuevo.
—Voy a empezar a estudiar para el examen de admisión. Adiós.
No le dejé responder y cerré el computador. Recosté mi cabeza en la mesa mientras rodaba un lapicero frente a mí. Estaba tan frustrado que el impulso de lanzarlo por la ventana abordó mi cuerpo. ¿Por qué las cosas no podían ser más fáciles? Con el tiempo podíamos olvidarnos de los sentimientos innecesarios y seguir con nuestras vidas, siendo amigos como los adultos maduros que éramos. Eso era lo mejor, ¿no es cierto?
Por estar sumergido en mis pensamientos y sin prestar atención a mis movimientos, el lapicero terminó cayendo de la mesa. Con pereza me agaché para recogerlo, entonces el dije de la pulsera de la suerte que Mara me había regalado antes se balanceó, ganando mi atención.
Nunca había creído en la fortuna, sin embargo, después de pasar los exámenes en mi último semestre en Arquitectura comencé a pensar que aquel amuleto me daba buena suerte y por eso cada vez que estaba dispuesto a estudiar para el examen de admisión me la ponía.
—¿Qué estás pensando, Isaac? —susurré cuando un intenso cosquilleo me recorrió la espalda.
Apreté el lapicero y, en ese momento, alguien golpeó la puerta principal del apartamento. No me levanté de inmediato. Estaba seguro que Cristian estaba del otro lado, dispuesto a conversar conmigo sobre cosas sin sentido para poder recuperar nuestra rota amistad. Me había agotado de decirle que aquello no iba a funcionar, pues él era muy persistente.
Otros cinco toques y me aventuré a abrir.
No era Cristian.
—Buenas noches —dijo con voz tímida, sin poder mantener su mirada fija en mí.
—Hola —saludé confundido. ¿Qué era esto? ¿No pasaban ya de las diez de la noche?
Ver a la chica de la que hacía un momento había hablado con Mauricio me hizo sentir intranquilo y nervioso. Me crucé de brazos y escondí las manos en el hueco de mis costillas y bíceps. No quería que ella notara el sudor en las palmas.