Cada año, en el día de los Reyes Magos, se hace una feria en mi pueblo. No sé si es algo que se realiza en otros lugares o no, pero hasta el momento es el único sitio que conozco donde festejan en grande algo no tan memorable.
Eso es lo que me gustaba de mi hogar: crean fiestas por cada pequeño acontecimiento. Incluso cuando nació la hija del antiguo presidente municipal se realizó un festín en grande. No recuerdo todos los detalles porque para ese entonces apenas tenía cinco años. Eso sí, había juegos inflables y payasos.
Ese tipo de recuerdos nublaron mi mente mientras salía de casa, escuchando la advertencia de mis padres sobre llegar antes de medianoche o ellos saldrían a buscarme y me regresarían de una forma no tan pacífica.
Al llegar al punto donde nos reuniríamos, paré de golpe al darme cuenta que Gustavo estaba con Samantha. Se suponía que esto sería sólo entre nosotras dos. Le había preguntado más de diez veces al respecto y me había jurado que sería así.
Para ese entonces Gustavo ya no me desagradaba, sin embargo, me habría gustado pasar un poco de tiempo a solas con Samantha para recuperar nuestra antigua amistad, no ser mal tercio. Lo mejor habría sido dar media vuelta y huir, diciéndole a mamá que me cancelaron. Estuve a punto de ejecutar mi plan, hasta que la chica me llamó en un grito y agitó su mano para que la mirara.
Suspiré rendida y me acerqué.
—¡Hola Mara! —saludó Gustavo sin parecer sorprendido por mi llegada.
Les sonreí y los saludé del mismo modo, dudando si debería seguir ahí o inventarme una excusa.
—¿No se sentirán incómodos? —inquirí finalmente. Por alguna razón yo era la más incómoda con esto.
—No, ¿por qué lo estaríamos? —respondió el chico repleto de inocencia.
—Es que…
—¿A dónde prefieren ir primero? —Samantha se apresuró a preguntar.
—Dónde quieran. Bueno, no sé si deba estar aquí.
—Deja de decir eso, Mara —me reprendió Gustavo con una sonrisa—. Empecemos con todo y vamos al Martillo.
Samantha apoyó con mucho entusiasmo a su novio. En lugar de ser amorosos y empalagosos, parecían dos viejos amigos.
Pensé que iríamos de inmediato, pero ellos no se levantaron de la banca y siguieron conversando. Me quedé quieta, observando al montón de gente que pasaba frente a nosotros. Las calles estaban llenas de personas que iban de un puesto a otro, o que jugaban en los juegos de mesa y los mecánicos. El ambiente era agitado gracias a las diferentes canciones de cada juego. Como era difícil ser escuchado, la pareja conversaba a base de gritos.
Parecían tan entretenidos que no quise interrumpir hasta que, cinco minutos después de inactividad, me atreví a preguntar:
—¿Qué estamos esperando?
—A una persona más —gritó Gustavo.
Fruncí las cejas, confundida. Iba a preguntar quién era hasta que Samantha habló:
—Oh, me dijo que en unos segundos llega —exclamó, mostrándole el mensaje al otro.
Efectivamente, segundos después él apareció y yo quería esconderme en el árbol que estaba detrás de nosotros. ¿Por qué no lo imaginé antes? Gustavo era su mejor amigo desde la primaria. Aun así, no me habría imaginado que estuviera en el pueblo siquiera. Pensé que estaría en su casa de la ciudad, junto a su padre.
—Buenas noches —saludó con una sonrisa resplandeciente hacia la pareja. Al verme a mí, sus labios hicieron una línea recta y entonó un débil saludo.
Como siempre, Ángel Saavedra llevaba un conjunto que incluía algún estampado pequeño: esta vez era el de un cachorro azul. También llevaba una gorra que ocultaba su cabello castaño.
Tal vez debía estar centrada en él por completo ya que no esperaba encontrarlo ahí; no obstante, toda mi atención se desvió hacia la chica a su lado, la cual abrazaba el brazo de güero sin pudor alguno.
—Hola, Cynthia —saludó Gustavo sin esforzarse en ocultar su asombro.
—¡Hola a todos! Seguro que no esperaban verme, pero me encontré con Ángel en el camino y me invitó a venir con él, así como una cita doble.
—Oh, qué bueno. —Samantha le mostró una sonrisa tensa para después mirar a Ángel y decirle—: Oye, ¿lo trajiste?
—Ten.
Despegué un momento mi mirada de Cynthia para ver lo que Ángel le entregaba. Hasta ese entonces me percaté que en sus manos llevaba un algodón de azúcar.
—Ay, no, odio el azul —se quejó la primera y después me lo entregó—. Toma, yo invito.
—¡Oye, eso fue con mi dinero! —protestó Saavedra. Pese a que yo no despegaba mi mirada de él, miraba enfurruñado a Sam.
—Como sea —suspiró la chica que agitaba su mano para restarle importancia—. Ya que estamos todos, andando.
A pesar de que me quería ir, no chisté gracias a que ya me habían sobornado con un algodón de azúcar. De cualquier forma, me mantuve detrás del cuarteto siempre, siendo inevitable que mi mirada cayera sobre Cynthia y Ángel. Ella no paraba de colgar del brazo del chico, invadiendo su espacio personal y hablándole al oído.