Este había sido el único lugar en donde había encontrado tranquilidad, después de todo este tiempo, después de tantos días sintiéndome al borde, por fin sentía paz. Sentado en la última fila, la música llegaba como un eco muy cercano que dejaba mi alma acongojada.
Un coro de niños y adultos se unía a entonar una sola canción en diferentes tiempos. Conforme la repetían las palabras, se iban grabando en mi memoria.
"Hay un hogar eterno, lleno de amor,
Donde todos cantan, donde no hay dolor.
Ángeles allá cantan, dando a Dios gran loor.
Algún día veremos nuestro hogar de amor".
Amor... Extraña cosa eso del amor. A mis trece años, era difícil de explicar lo que sentía cuando estaba cerca a Marco, pero tal vez "amor" era la palabra indicada para describirlo.
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Yo nací y crecí en el barrio de Santa Lucía. No tenía muchos amigos por aquí, hasta que llegó Marco Tosa.
Acababa de cumplir 7 años, y mi nuevo vecino (que luego se volvió mi nuevo y único amigo) fue el regalo perfecto.
Congeniamos muy bien desde el primer momento; su madre era una mujer hogareña y cariñosa, cada vez que iba a visitarlos me invitaba galletas recién horneadas. Su padre, en cambio, me daba un poco de miedo; tenía la voz ronca y rasposa (Mi papá decía que eran las consecuencias de tomar tanto licor). El señor Tosa era taxista, él solía llevarnos a mí y a Marco a la escuela mientras estábamos en primaria.
Cuando pasamos a secundaria, mi madre quería enviarme a un colegio particular, más elegante y con "mejor gente", pero yo sabía que no tendría amigos ahí, así que le rogué por varias semanas hasta que por fin aceptó inscribirme junto con Marco.
La nueva escuela quedaba más cerca del barrio, así que ya no hubo necesidad de que el señor Tosa nos llevara o nos trajera.
Por las mañanas, Marco se paraba al lado de la puerta de mi casa y empezaba a silbar. Cuando lo oía, sabía que tenía que salir ya o llegaríamos tarde a clases. Mi madre siempre reclamaba sobre la actitud de mi querido amigo.
—¿Qué acaso ese muchacho no conoce el timbre? —refunfuñaba cada mañana.
A la hora de salida, nos gustaba tomar el camino más largo, que cruza la plaza comercial y llega al parque. Luego tomábamos la ruta de los delgados pasadizos de piedra hasta llegar a la calle Mayor y después, a nuestro barrio.
No sé en qué momento comenzó… Tal vez fue ese día en que nos asustamos por el estallido de una llanta de camión, o el día del incendio en la pollería que está frente al parque, no lo sé, no recuerdo con exactitud cómo llegamos a tomarnos de la mano por primera vez, pero lo hicimos y se convirtió en nuestra costumbre, en nuestro secreto, en nuestro pecadillo oculto que solo las solitarias paredes de piedra podían presenciar.
Siempre teníamos cuidado de no ser vistos por nadie, estoy seguro que Marco tampoco entendía lo que estábamos haciendo, no estaba seguro de estar en lo correcto o no, pero sabía que después de un tiempo, necesitaba tener su mano sujetando la mía para poder volver a casa.
Cuando Marco cumplió 12 años, sus padres le organizaron una pequeña fiesta. Nadie del salón estaba invitado, solo yo.
Aquel día, conocí a la tía Dot; era una mujer alta y regordeta, de carácter amable y bondadoso. Ella se había casado con un hombre adinerado y vivía en un barrio bonito que yo jamás había conocido.
—¿De verdad no conoces Santa Ana, cariño? —me preguntó la mujer con ojos de cordero.
—No, nunca he ido.
—¡Entonces espero tu visita! Esa casa es demasiado grande para mi sola. Tú y Marco pueden ir a visitarme cuando quieran.
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Editado: 01.07.2018