Dani despertó de golpe y con la respiración agitada, sentía las gotas de sudor recorrer su frente y bajar por su espalda a mares, el corazón le iba a mil por hora y su respiración se entrecortaba. Miró a todos los rincones de la habitación atemorizado, soltó un suspiro de alivio al darse cuenta que estaba a salvo. Había sido otra pesadilla. Restregó cansadamente su rostro con ambas manos quitando el sudor de su frente y abrió la boca en un enorme bostezo. Tenía la tentación de volverse a dormir, pero sabía que aunque lo intentara no lograría hacerlo. Aún así, la seductora calidéz que desprendía su cobertor y la suavidad de las sábanas lo arrastraron nuevamente a acostarse y acurrucarse entre ellas como un niño pequeño. Su vista se fijó en el alto e inclinado techo de madera y las tres vigas de metal que lo sostenían. No terminaba de acostumbrarse a despertar en ese lugar, para él era tan... Diferente. Vivía en un pequeño departamento en el centro con su familia, era perfecto, cada rincón de él se había acoplado a sus necesidades y su excéntrica forma de ser. Añoraba su antigua habitación, a sus amigos y su ciudad, todo. Se sentía como un completo extraño en su nueva casa. Se lo comentó a su familia con anterioridad y lo entendían, no llevaban ni tres días en el lugar así que adaptarse sería cuestión de tiempo.
Al joven le alegraba mucho el ascenso de su padre, pero cuando les dijo que tendrían que mudarse le sentó como una balde de agua fría. Su mente se negaba rotundamente a abandonar el sitio donde había crecido, estaba fúrico, dolido y aunque no quería admitirlo intimidado por el cambio. Le gustaba que las cosas fuesen fijas y predecibles, casi al punto de ser obsesivo, pero en aquella ocasión había algo más grande que sus intensos sentimientos de por medio. Su familia. Veía a sus padres tan felíces por la oportunidad que no podía desilucionarlos de ese modo, su hermana, que asumía tampoco estaba convencida del todo con la situación, incluso mostraba cierta emoción al respecto. No obstante, ambos sabían que su padre había trabajado mucho por ese ascenso entonces, ¿quiénes eran ellos para destrozar de ese modo los sueños de su papá? Él se había sacrificado mucho por la familia durante tantos años, ahora le tocaba a ellos corresponderle, lo amaban y si eso lo hacía felíz estarían dispuestos a intentarlo y a dejar su egoísmo a un lado. Por supuesto, su carácter lo empujó a manifestar su desacuerdo, pero no se negó a hacerlo y hasta puso buena cara ante el asunto.
La puerta de su habitación se abrió lentamente emitiendo un rechinar sutíl. Dani estaba tan adormilado que no se percató de esto hasta que fue demasiado tarde. Una masa pequeña se subió a la cama corriendo y comenzó a saltar sobre él y a querer meterse dentro del cobertor con el que estaba arropado.
— No... Deja... Quédate quieto...— balbuceó el castaño quitándo el cobertor de su rostro. De inmediato su cara se vio asediada por multiples lamiditas que dejaron su rostro humedo.— ¡No!. ¡Roko, quédate quieto, bájate...!— exclamó el chico deteniéndo al pequeño cachorro de pastor alemán que invadía su cama. Una risilla se escuchó desde la puerta llamando la atención del joven. Una mujer castaña de casi cuarenta años se encontraba recostada en el marco de la puerta con los brazos cruzados y una sonrisa en el rostro.
— Alguien quería ser el primero en darte los buenos días y felicitarte.— dijo la mujer sin modificar la hermosa expresión de su rostro. Samanta, la madre de Dani, era una mujer alta, pero no más que su hijo, piel blanca y pulcra como el marfíl, poseía un rostro angelical que contrastaba con aquellos ojos avellana de mirada suspicáz y traviesa. Tenía un don extraordinario para robar los suspiros de todo aquel que la veía, tenía cabello castaño y cuerpo bien definido producto de su constancia y disciplina en el gimnasio durante años. Cargaba una camiseta y una licra deportiva al cuerpo acompañada de zapatos deportivos. Seguro venía de su trote diario, pensó Dani.
— Seguramente, o lo más probable era que quería expropiar mi cama para él. — rió viendo al perrito acostado sobre su almohada con las patas hacia arriba y moviendo la cola de un lado al otro. Su madre se acercó a él y lo abrazó acogedoramente.
— Felíz cumpleaños mi amor, quiero que sepas que te amo mucho, mucho, mucho. — expresó ella con entusiásmo. Al muchacho se le escapó una sonrisa de los labios al ver el amor que le profesaba su madre. Correspondió el abrazo conmovido.— Baja, ya tu desayuno está listo.— Dijo su madre culminando el gesto con un beso en la mejilla. Se levantó de la cama disponiéndose a salir de la habitación. Dani asintió a su petición y aún algo somnoliento se levantó y entró al baño de su cuarto. La luz del pequeño cuartito estaba encendida cuando entró, no se preocupó en ningún momento pues él mismo la había dejado así desde la noche anterior. Su madre y demás familiares no ponían quejas al respecto, sabían que a Daniel le aterraba la oscuridad total a un punto drástico, más no sabían la razón.
Desde que llegó a la familia con tan solo cuatro años, Daniel no toleraba estar a oscuras y menos si se encontraba solo. Por las mentes de sus familiares no podían pasar ideas del horroroso suceso que pudo haber traumatizado a Daniel de tal manera que, aún contando con dieciocho años de edad, siguiese teniendo el mismo terror de aquel pequeño. Intentaron preguntar al orfanato en cuanto llegó a casa de los Tower y en medio de un apagón, notaron la seriedad del problema con sus propios ojos, pero fue inútil. Los encargados del orfanato alegaron que cuando lo encontraron divagando por la ciudad y lo llevaron al sitio ya tenía ese problema. La magnitúd de su miedo era tanta, que se escabullía para dormir en el recibidor del orfanato donde siempre dejában las luces encendidas por si traían a algún pequeño a mitad de la noche, pues el hecho era que tampoco quería causar problemas, no quería dormir en la habitación con los otros niños porque debían apagar la luz para que los demás descansaran. Optaron por ponerle una lámparita de noche, pero no le era suficiente. Los psicólogos a los que asistió le diagnosticaron nictofobia, pese a ello, nunca pudieron descifrar el orígen del trauma. Dani nunca quiso hablar al respecto, ni con el personal del orfanato, ni con sus amigos, ni con los doctores, ni siquiera con su familia. Se negaba rotúndamente a ello. Catorce años después ese miedo aún seguía latente y fresco como el rocío.