“Los extraterrestres escuchan a Ozzy” era el último grafiti de Crash, garabateado sobre las paredes oxidadas del viejo almacén.
Él estaba de pie en el tejado del cobertizo, mientras Jett se sentaba cerca, rebuscando entre su colección de cintas para decidir qué poner a todo volumen.
—¿Qué tal Judas Priest? —gritó Jett, lo bastante fuerte para que Lenny y Mick lo oyeran desde abajo.
Mick levantó la vista y le dio el pulgar arriba. Crash le respondió levantando el dedo medio.
La música estalló en el boombox. Jett subió el volumen al máximo y vitoreó.
Lenny se dejó caer en el suelo, apoyando la espalda contra la pared. Miraba a lo lejos, hacia lo que quedaba de Jesus Lane, aquel complejo de viviendas abandonado a las afueras de la ciudad.
Era su rutina de siempre cuando no ensayaban. Pero ese día, cuanto más observaba, más le dolía la cabeza. Un zumbido le atravesaba el cráneo. Los otros ni se daban cuenta.
Jesus Lane había sido presentado como un proyecto futurista: una “verdadera” comunidad cristiana, con casas modernas e incluso un parque artificial.
En 1969, los árboles se marchitaron casi de inmediato por el clima árido y el proyecto fue cancelado sin explicación. Nadie supo nunca por qué. Los edificios quedaron en pie, inacabados, abandonados a su suerte.
Se suponía que los iban a demoler. Que talarían los árboles muertos. Pero nada de eso ocurrió.
Ahora era solo otro punto de reunión. Crash y Jett ya habían vandalizado el lugar en sus largos paseos por aburrimiento, cambiando el viejo cartel de “Bienvenidos a…” para que Jesus Lane se convirtiera en Judas Lane.
Esa tarde, sin embargo, Lenny no podía apartar la vista de los árboles. Normalmente, mirar a lo lejos lo ayudaba a inspirarse, a componer canciones o imaginar escenas que encajaran con la música. Pero algo no cuadraba. Los árboles parecían… vivos.
Sus ramas muertas y esqueléticas ejercían una extraña atracción, casi hipnótica. Se preguntó cómo se verían si alguna vez hubieran estado verdes, respirando. Solo que esa tarde las ramas se movían. Sí, se movían.
En destellos fugaces, como las patas de una araña.
—¡Oye, Micah! ¡Lánzanos unos cigarrillos! —gritó Jett.
Mick dejó de afinar su guitarra, sacó un paquete rojo de Marlboro del bolsillo y lo lanzó hacia el rubio.
—¿Vamos a ensayar o qué? Llevamos aquí una eternidad sin hacer nada —murmuró, volviendo a su guitarra.
Entonces notó a Lenny: con las manos cubriéndose la cara y el pie golpeando fuerte contra el suelo.
—¿Estás bien? —preguntó, agachándose y sacudiéndole el hombro, lo bastante fuerte para que reaccionara, pero sin lastimarlo.
Lenny levantó poco a poco la cabeza. Respiró hondo y le dirigió una mirada de agradecimiento.
—Sí. Sí, estoy bien. Entremos y toquemos un rato —dijo con esfuerzo, poniéndose de pie.
—¿Alguno tiene algo para el dolor de cabeza? —gritó hacia Crash y Jett.
—¿Qué? —le gritó Jett de vuelta.
—¡Me duele la cabeza! ¿Tienen algo?
—¡En la hielera! ¡Hay cerveza en la hielera! —gritó Crash, bajando con Jett y apagando el boombox mientras se metían al almacén.
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Lenny se presionó una lata de cerveza fría contra la frente y suspiró aliviado. El dolor punzante se calmó, casi lo suficiente como para hacer desaparecer la jaqueca. Ahora no podía echarse atrás, no después de haber sido él quien insistiera en ensayar. Si lo conseguían, tal vez podrían participar por fin en el Festival Anual de OVNIS y salir de ese pueblo sin futuro.
Crash contó el tiempo con un seco golpeteo de baquetas. Mick a la guitarra, Jett al bajo y el batería se incorporaron al compás para lanzarse a tocar su primera canción: Lady Danger.
“I hear her comin’ from miles away,
Here comes the thunder that makes you shake.
No turning back from her wicked game—Brother, you can’t run, but you’ll pray!”
Lenny cantaba con los ojos cerrados, con la cerveza aún pegada a la frente. Alargó la última sílaba, elevando la voz con la misma intensidad salvaje que lo caracterizaba.
Le hubiera gustado moverse más, pero cada paso le provocaba un nuevo pinchazo de dolor en el cráneo. Y entonces volvió el zumbido: más fuerte, más intenso. Por un momento pensó que la cabeza se le iba a partir en dos.
Las rodillas le fallaron. La música siguió sonando durante algunos compases antes de que se dieran cuenta de que estaba en el suelo.
—¡Por Dios! —Mick soltó la guitarra y corrió hacia él, seguido de cerca por Jett y Crash.
—¿Vas a vomitar? —espetó Crash.
—¿Lo escuchan? —preguntó Lenny con voz ronca, el cabello cubriéndole el rostro pálido.
Sus compañeros de banda se congelaron, escuchando.
—¿Qué cosa? —preguntó Jett, rascándose la cabeza.
—Es como… un zumbido de radio. Me va a reventar la cabeza.
—¡Amigo, es tu presión arterial! —Crash lo levantó de un tirón—. ¡A mi mamá le pasa lo mismo!
—¿Presión arterial? Eso no es… serio, ¿verdad? —La voz de Jett temblaba y las manos se movían nerviosamente.
—Si está baja, recuéstalo de nuevo —ordenó Mick.
Juntos apoyaron a Lenny contra la pared, levantándole las piernas.
—¿Se está muriendo? —gritó Jett, mordiéndose las uñas.
—¡Trae un refresco de la hielera! —ladró Mick.
Lenny echó la cabeza hacia atrás, estirando el cuello. Su visión se despejó... y luego se congeló.
En la entrada del almacén se alzaba uno de los viejos árboles muertos. O eso creyó, hasta que la imagen borrosa se hizo más nítida.
Era increíblemente alto, con su delgado cuerpo presionando los huesos contra la piel azulada. Las extremidades se extendían hasta el suelo, con dedos como ramas astilladas. De su espalda brotaban apéndices parecidos a patas de araña, que se aferraban al marco de la puerta. Donde debería haber estado la cara, solo había una masa lisa y abultada.