El hombre avanzaba con paso firme por el camino empedrado que serpenteaba hacia la aldea. Vestía un traje elegante de color rojo carmesí, que resaltaba bajo la luz dorada del atardecer. Su peinado corto, impecable, y sus ojos verdes, relajados pero penetrantes, reflejaban una confianza que solo años de servicio en el imperio podían otorgar. Al llegar al borde de la aldea, se detuvo y respiró hondo. El aire olía a madera fresca y a hierba mojada, un aroma que le traía recuerdos de una infancia lejana.
La aldea se alzaba en la ladera de una montaña, con casas de madera dispuestas en niveles escalonados. Entre ellas, distinguía la tienda de pociones y accesorios, donde solía comprar dulces de niño, y la taberna, siempre animada por el bullicio de la guardia local. Arriba del todo, casi rozando las nubes, estaba la casa de su madre. El hogar de la familia Kan, un nombre que aún resonaba con respeto en esas tierras.
Comenzó a pasear por las calles estrechas, recibiendo saludos y miradas de admiración. Los aldeanos lo reconocían al instante, y él respondía con una sonrisa que escondía una pizca de soberbia. Después de todo, no todos los días regresaba a casa un hijo del imperio.
Al entrar en la taberna, el murmullo de las conversaciones se detuvo por un momento. Los guardias, sentados en una mesa cerca de la chimenea, lo miraron con curiosidad. Uno de ellos, un hombre robusto con una cicatriz en la mejilla, levantó su jarra de cerveza y dijo con una sonrisa burlona:
—¡Mira quién ha vuelto! El gran Ryukan , ¿o deberíamos llamarte "señor" ahora?
Ryukan esbozó una sonrisa mientras se acercaba a la mesa.
—Llámame como quieras, Garrick. Pero no olvides quién te enseñó a manejar esa espada.
Los guardias rieron, y Ryukan se dejó caer en una silla, sintiendo el peso de su pasado y el orgullo de su presente. Garrick, el hombre de la cicatriz, le pasó una jarra de cerveza con una sonrisa burlona.
—Bueno, si no es el mejor duelista del imperio —dijo otro guardia, un tipo más joven con una mirada de admiración—. Dicen que ni siquiera los maestros de esgrima de la capital pueden derrotarte.
Ryukan tomó un sorbo de cerveza antes de responder, esbozando una sonrisa modesta que no lograba ocultar su orgullo.
—No exageres, Jarek. Solo soy un soldado más de la Élite Carmesí. Aunque, sí, he ganado algunos duelos.
—Algunos —repitió Garrick, levantando una ceja—. Eres demasiado modesto, Ryukan. Todos sabemos que eres el protegido de la reina.
Ryukan no respondió, pero su silencio fue suficiente confirmación. La Élite Carmesí no era un título que se concediera a cualquiera. Era un honor reservado para los mejores, aquellos que habían jurado proteger a la reina con sus vidas.
—¿Y tu padre? —Preguntó Jarek, cambiando de tema con torpeza—. ¿Sigues buscando respuestas sobre lo que pasó aquel día?
El ambiente en la mesa se tensó. Ryukan miró fijamente su jarra de cerveza, como si las respuestas estuvieran escondidas en el líquido dorado.
—Mi padre fue un héroe —dijo finalmente, con voz firme—. Sacrificó su vida para proteger a su pelotón en las cuevas de Karathis. Eso es todo lo que necesito saber.
Garrick asintió con respeto, pero Jarek no parecía satisfecho.
—Y tu hermano, ¿sigues sin hablar con él?
Ryukan apretó la jarra con más fuerza de la necesaria. Su hermano gemelo, Alexander, había sido un tema delicado desde que abandonó a la familia para unirse a la Orden de la Luz.
—Alexander eligió su camino —dijo Ryukan, con un tono más frío de lo que pretendía—. Yo elegí el mío.
Los guardias intercambiaron miradas, pero no insistieron. En cambio, Garrick levantó su jarra en un brindis improvisado.
—Por el comandante Kan, un verdadero héroe. Y por su hijo, que sigue sus pasos.
Ryukan chocó su jarra contra la de Garrick, pero su mente estaba en otra parte. En su madre, esperándolo en la casa de la colina. En su hermano, perdido en su devoción por una orden que Ryukan nunca llegó a entender. Y en sí mismo, preguntándose si alguna vez sería digno del legado de su padre.
—Bueno, muchachos —dijo Ryukan, levantándose de la silla—. Creo que es hora de que le dé una sorpresa a mi madre.
Los guardias asintieron, y Ryukan salió de la taberna, sintiendo el peso de las miradas a su espalda. Sabía que su regreso no pasaría desapercibido, pero no podía evitar preguntarse si alguna vez dejaría de ser el hijo del comandante Kan y se convertiría en algo más.
La aldea era un remanso de paz, un lugar donde el tiempo parecía haberse detenido. Las casas de madera, construidas con troncos robustos y techos de paja, se alineaban en niveles escalonados a lo largo de la ladera de la montaña. El humo de las chimeneas se elevaba en espirales grises, mezclándose con el aire fresco de la tarde. En el centro del pueblo, un pequeño lago brillaba bajo la luz del sol, sus aguas tranquilas reflejando el cielo azul y las nubes dispersas.
Un hombre mayor, con un sombrero de paja y una caña de pescar en la mano, estaba sentado en la orilla del lago. Su casa, una cabaña modesta con flores silvestres creciendo alrededor de la puerta, estaba justo detrás de él. Ryukan lo reconoció al instante: era Eldrin, el pescador del pueblo, quien siempre tenía una historia que contar y una sonrisa amable para quienes pasaban por allí.