Capítulo 1: Forastero
Ryukan pasó los siguientes días descansando y recuperándose. El corte en su mejilla le dolía sin cesar, una molestia constante que le recordaba lo frágil que era su situación. Sin embargo, la herida en la cabeza había sanado, y poco a poco, fue recuperando la fuerza en sus piernas.
El anciano, aunque hospitalario, no dejaba de insinuar que Ryukan debía marcharse si no hacía nada productivo en la aldea.
—No puedes quedarte aquí para siempre, muchacho —le dijo una mañana, mientras Ryukan practicaba con la espada mellada que el anciano le había prestado—. Rumí es un pueblo tranquilo, pero no es un refugio eterno.
Ryukan asintió, entendiendo la indirecta. Sabía que el anciano tenía razón. No podía quedarse allí indefinidamente, especialmente con la amenaza del reclutamiento del Conde Marquis acechando sobre él.
Finalmente, el día de su partida llegó. El anciano le entregó un viejo traje que había guardado desde sus días como aventurero.
—Es todo lo que tengo —dijo el anciano, con una sonrisa nostálgica—. Pero creo que te servirá mejor que a mí.
El traje era sencillo pero funcional: una túnica blanca con una pechera ligera y hombreras, botas de cuero que habían pertenecido a una armadura más pesada, y una capa con gorro de color turquesa. En el pecho, un emblema de un sol, desgastado por el tiempo y marcado por mellas y rasgaduras, daba testimonio de las batallas que el anciano había librado en su juventud.
Ryukan se ajustó el traje que el anciano le había entregado, sintiendo el peso de la historia que llevaba consigo. La ropa era una mezcla de funcionalidad y estilo, claramente diseñada para alguien que había vivido aventuras y batallas.
La capa era lo más llamativo. Llegaba casi hasta el suelo, con un amplio gorro que podía cubrir la cabeza en caso de lluvia o para ocultar el rostro. El color turquesa brillaba bajo la luz del sol, dando un toque de elegancia a su apariencia. Aunque estaba algo desgastada por el tiempo, la tela era resistente y cálida, perfecta para viajes largos.
Las hombreras eran ligeras, hechas de hierro, pero diseñadas para no restar movilidad. Tenían grabados simples, casi imperceptibles, que parecían contar una historia que Ryukan no podía descifrar.
Las botas, por otro lado, eran pesadas, claramente pertenecientes a una armadura más robusta. Sin embargo, extrañamente, eran cómodas para caminar, como si hubieran sido diseñadas para combinar protección y agilidad. El hierro estaba reforzado en las puntas y los talones, pero el interior estaba acolchado con cuero suave.
El resto del traje consistía en unos pantalones y una camisa blancos, sencillos pero resistentes. Sobre la camisa, llevaba una pechera ligera que protegía el torso sin restar movilidad. En el centro de la pechera, un emblema de un sol destacaba, desgastado por el tiempo pero aún visible. El sol estaba rodeado de pequeños símbolos que parecían runas, aunque Ryukan no podía entender su significado.
Con el traje puesto y la espada mellada en la cadera, Ryukan salió de la casa. El aire fresco de la mañana lo recibió, y por primera vez en semanas, sintió una chispa de esperanza.
Decidió darse una vuelta por la aldea de Rumí, siguiendo el consejo del anciano de hacerse pasar por un mercenario para no levantar sospechas. El pueblo era pequeño y tranquilo, con casas de madera dispersas a lo largo de un río cristalino. Los aldeanos lo miraron con curiosidad, pero nadie se acercó a preguntarle quién era.
Ryukan caminó por las calles, observando todo con atención. Sabía que no podía quedarse mucho tiempo, pero también sabía que necesitaba información antes de partir.
El pueblo de Rumí era sencillo pero pintoresco. En el centro, un gran árbol centenario se alzaba imponente, sus ramas extendiéndose como un paraguas sobre el pozo que servía de punto de reunión para los aldeanos. Desde allí, cuatro caminos de tierra se abrían en las cuatro direcciones cardinales, conectando las diferentes partes del pueblo.
Ryukan se dirigió hacia el este, donde se encontraba la taberna. Era un edificio de dos plantas, con una fachada de madera envejecida pero bien cuidada. En la planta baja, el bullicio de los clientes llenaba el ambiente. Un grupo de guardias, claramente de descanso, reían y bebían en una mesa cercana. En otra mesa, un mercenario con una armadura gastada contaba historias exageradas a un par de aldeanos que lo escuchaban con atención.
Pero lo que más llamó la atención de Ryukan fue la terraza superior. Allí, sentado en silencio, había un hombre con el pelo azul alborotado, tan despeinado que parecía que acababa de salir de una batalla contra el viento. Bebía hidromiel con calma, pero su expresión era seria, casi sombría. Ryukan no pudo evitar sentir una extraña conexión con él, aunque no sabía por qué.
En la mesa de al lado, una mujer de unos 25 años comía en silencio. Llevaba una cinta verde oliva en el pelo, que contrastaba con su melena rojiza tirando a rosado, recogida en una cola alta y puntiaguda. Su traje de cazadora era práctico pero elegante, con botas altas y guanteletes que sugerían experiencia en el campo. Un arco y un carcaj estaban apoyados contra la silla a su lado. Sus ojos amarillentos estaban fijos en unos pergaminos que leía con concentración.
El tabernero, un hombre robusto y de sonrisa amable, se acercó a Ryukan.