El sol de la mañana bañaba las afueras de la aldea de Rumí, donde el viento jugueteaba con las hojas secas y el sonido de risas infantiles llenaba el aire. Kael caminó hacia el claro donde sabía que encontraría a Mike. El niño, como siempre, estaba en su mundo, blandiendo una rama como si fuera una espada legendaria. Su pelo marrón, despeinado y con una media melena, brillaba bajo la luz del sol, y sus ojos azules brillaban con esa chispa traviesa que siempre lo caracterizaba. Apenas tenía ocho años, pero su sonrisa pícara y su actitud despreocupada hacían parecer que no tramaba nada bueno.
—¡Mike! —llamó Kael, acercándose con paso firme.
El niño se detuvo en seco, girándose con una sonrisa amplia.
—¡Kael! —gritó, corriendo hacia él—. ¿Vienes a entrenar conmigo? ¡Hoy voy a derrotarte! ¡He estado practicando!
Kael no pudo evitar sonreír ante el entusiasmo del niño, pero su expresión se tornó seria rápidamente.
—No hoy, Mike —dijo, agachándose para quedar a su altura—. Necesito que me hables de algo importante. ¿Recuerdas la llave de tu padre? La que guardaba para el templo del sur.
La sonrisa de Mike se desvaneció de inmediato, y sus ojos azules se nublaron con un destello de tristeza. Bajó la mirada, jugueteando nerviosamente con la rama que sostenía.
—Sí... —murmuró—. La solía guardar en su lugar secreto. Pero... —hizo una pausa, tragando saliva—. El trol que lo mató sigue ahí, custodiando la puerta. Y no está solo. Hay trasgos también. Es su guarida ahora.
Kael frunció el ceño, recordando los informes de la banda que había atacado las vías cercanas. Aquella guarida podría ser el escondite perfecto para ellos. Si era así, no solo estaba en juego la llave, sino también la seguridad de la aldea.
—¿Un trol y trasgos? —preguntó Kael, pensativo—. Podría ser la misma banda que ha estado causando problemas. Si es así, esto es más grave de lo que pensaba.
Mike levantó la mirada, sus ojos brillando con una mezcla de esperanza y determinación.
—Yo te puedo acompañar —dijo, con una voz más firme de lo que Kael esperaba—. Pero tienes que prometerme algo. Si no acabas con ese maldito trol, no te daré la llave. —Hizo una pausa, apretando los puños—. Vengaremos a mi padre.
Kael lo miró fijamente, impresionado por la valentía del niño. Sabía que Mike no estaba listo para algo así, pero también entendía su dolor y su necesidad de justicia.
—Mike —dijo suavemente—, sé lo que significa para ti. Pero esto es peligroso. No puedo permitir que vengas conmigo.
—¡Tienes que dejarme ir! —Protestó Mike, con lágrimas brillando en sus ojos—. ¡Es mi padre! ¡Yo tengo que estar ahí!
Kael suspiró, sabiendo que no podría convencerlo fácilmente. Puso una mano en el hombro del niño.
—Escúchame —dijo, con calma pero firmeza—. Te prometo que acabaré con ese trol. Pero necesito que te quedes aquí, donde estarás a salvo. Tu padre no querría que te pusieras en peligro.
Mike lo miró durante un largo momento, como si estuviera evaluando sus palabras. Finalmente, asintió lentamente, aunque su expresión seguía siendo de frustración.
—Está bien —murmuró—. Pero... prométeme que lo harás. Prométeme que acabarás con él.
Kael asintió, con una determinación que no dejaba lugar a dudas.
—Lo prometo, Mike. Vengaremos a tu padre.
Kael se sentó en un rincón de la taberna, con una jarra de hidromiel entre las manos. Bebió un sorbo lento, saboreando el dulce amargor de la bebida mientras sus pensamientos giraban en torno al problema que tenía frente a él. Sabía que no podía enfrentarse solo al trol y a los trasgos. Necesitaba aliados, pero las opciones eran escasas.
Rossete, pensó. La arquera era hábil y precisa, perfecta para una batalla a distancia. Pero ella no era una guerrera. Cazaba para alimentar a su pueblo, no para meterse en peleas que no le concernían. Además, Kael no quería arrastrarla a un peligro que no era suyo.
Zack, el joven herrero, era valiente y leal, pero inexperto. Aunque hubiera plantado cara a los trasgos, Kael sabía que no estaba preparado para una batalla así. Además, Zack ya tenía suficientes problemas con la forja y los encargos del Marquis. No podía pedirle más.
Urthanar, el leñador, era una bestia de hombre, fuerte y resistente como un roble. Hubiera sido el aliado perfecto para enfrentarse al trol. Pero Urthanar apenas salía de su cabaña en el norte de la isla. No había forma de que viajara al sur, menos aún por una causa que no era la suya.
Frustrado, Kael se acercó al tabernero, un hombre robusto y de mirada astuta.
—¿Sabes de algún mercenario que pudiera encargarse de un trol y unos trasgos? —preguntó en voz baja.
El tabernero se rió entre dientes, secando una jarra con un trapo sucio.
—Los mercenarios solo se mueven por dinero, amigo —dijo—. Y no creo que tengas suficiente para pagarles. Además, la mayoría están en el continente, buscando trabajo en la guerra del este.
Kael frunció el ceño.
—¿Y la guardia del imperio? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.
El tabernero se inclinó hacia adelante, bajando la voz hasta casi un susurro.