Helrim: El despertar del paladín

Capítulo 4: Marquis

Kael ajustó la espada espectral a su espalda, su filo apagado pero cargado de un peso que trascendía lo físico. En su cinto, la vieja espada de soldado —mellada por incontables batallas— reposaba como un recordatorio de su humanidad. El anciano, apoyado en el marco de la puerta, frunció el ceño mientras hablaba:

—El Conde Marquis no es un hombre, es una plaga con título. Controla los barcos, los almacenes, hasta el aire que respiran los aldeanos. Si quieres salir de esta isla, tendrás que—

Un grito desgarrador cortó el aire.

Un aldeano irrumpió en la plaza, tambaleándose. Su ropa estaba hecha jirones, la sangre seca le cubría el torso como un manto macabro.

—¡El Clan Hierro Quebrado! —Jadeó, desplomándose frente a ellos—. ¡Están saqueando la aldea oeste! ¡Matan a todo el que se resiste!

Rossete, que salía de su cabaña con el arco en mano, no esperó. Sus ojos verdes brillaron con ferocidad.

—Mi abuela está allí —dijo, y fue suficiente.

Kael no lo dudó. Quince kilómetros los separaban de la aldea. Quince kilómetros de caminos tortuosos, bosques espesos y la sombra del cuartel del Conde acechando en el horizonte.

—Vamos —gruñó Kael, echando a correr tras Rossete—. Pero vigilen sus espaldas. Esto no es una coincidencia.

El anciano observó cómo se alejaban, murmurando una maldición bajo la lengua.

El Cuervo siempre llega primero…

El aire olía a humo y hierba quemada cuando Kael y Rossete llegaron a la aldea. Las granjas, otrora modestas pero llenas de vida, ardían bajo el cielo plomizo. Cuerpos yacían esparcidos entre los surcos de tierra, algunos todavía agarrando hoces o herramientas de labranza como armas improvisadas. La masacre había sido rápida y brutal.

Rossete se detuvo en seco, sus ojos clavados en un grupo de figuras encapuchadas que avanzaban hacia una casa en la colina—la de su abuela.

—¡No! —gritó, y sin pensarlo, descolgó su arco.

Kael no tuvo tiempo de detenerla. La arquera tensó la cuerda con dedos temblorosos—la adrenalina y el cansancio de la carrera nublaban su puntería habitual—, pero disparó igual. La flecha se clavó en el hombro de un bandido, haciéndolo gritar. No era un disparo mortal, pero bastó para delatar su posición.

—¡Ahí están! —rugió uno de los atacantes, señalándolos.

Eran seis. Vestían ropas sucias, con cintas rojas atadas en brazos y cabellos grasientos. Mercenarios de poca monta, pero con cuchillos largos y sonrisas de hiena.

Kael desenvainó su espada mellada y cargó.

El primero cayó con el vientre abierto antes de siquiera levantar su arma. El segundo recibió un tajo en el cuello que lo dejó ahogándose en su propia sangre. Rossete, ahora a solo veinte pasos de distancia, disparó de nuevo. Esta vez, la flecha atravesó una garganta.

—¡La casa! —Gritó Kael, apartando el cadáver de un bandido que intentó apuñalarlo por la espalda—. ¡Ve por tu abuela!

Rossete asintió y corrió cuesta arriba, saltando sobre el cuerpo de otro aldeano—una niña, no mayor de doce años—, con los ojos aún abiertos por el terror.

Kael sintió entonces algo que no había experimentado desde la cueva de la luna roja: ira pura.

Los tres bandidos restantes se abalanzaron sobre él al mismo tiempo. Uno blandía una hacha oxidada; otro, dos dagas. El último solo tenía una horca de labranza, pero sus ojos brillaban con locura.

—¡Pagareis por esto! —escupió Kael, esquivando un mandoble.

La espada mellada cortó el aire.

El humo de las granjas incendiadas se alzaba como un muro gris cuando Kael y Rossete llegaron a la misma granja de su abuela. Los cuerpos de los aldeanos yacían entre los surcos, mezclados con los de media docena de mercenarios de Hierro Quebrado—sus ropas sucias y cintas rojas en el pelo manchadas de barro y sangre.

—¡Abuela! —gritó Rossete, corriendo hacia la casa de techo de paja al borde del pueblo.

Para su alivio, la anciana estaba viva. Agazapada tras un barril en la cocina, con un cuchillo de cocina en mano, los recibió con ojos desorbitados.

—¡Esconderos! —Susurró, señalando la guardilla—. La guardia del Conde viene camino aquí. Si os encuentran, os colgarán por esto.

Kael no tuvo tiempo de preguntar. Afuera, el retumbar de botas y el chasquido de estandartes al viento anunciaban la llegada de los soldados. A través de las rendijas de la madera, vio desfilar una columna de hombres con armaduras relucientes. Al frente, montado en un corcel negro, el Conde Marquis observaba la masacre con una ceja arqueada. A su lado, su capitán—un hombre de rostro noble y espada ceremonial—miraba los cadáveres con incomodidad.

—¿Y estos? —preguntó Marquis, señalando los cuerpos de los mercenarios con un gesto despectivo—. ¿Rebelión? ¿O simple incompetencia?

Los soldados registraron las casas vacías. Uno de ellos arrastró a un anciano del pueblo—el herrero—hasta el Conde.

—¿Quién mató a estos hombres? —exigió Marquis.

El anciano calló, mirando al suelo.



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En el texto hay: medieval, dragones magia, épica aventura

Editado: 22.09.2025

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