El aire olía a muerte y a hierro quemado.
Kael, Rossete y Zack salieron del cuartel tras Erika, solo para encontrarse con un paisaje de pesadilla. Los mercenarios que habían defendido el flanco sur yacían esparcidos por las calles, sus cuerpos retorcidos en posturas imposibles, como si algo más que acero los hubiera destrozado. Y en el centro de la plaza, junto a la taberna, la escena que heló la sangre de Kael:
Vuthakorth.
El líder de los Caballeros Negros, una figura envuelta en una armadura de ébano que parecía absorber la luz, hablaba con el anciano. El viejo lo miraba con desprecio, como si la oscuridad que emanaba de aquel guerrero no fuera suficiente para doblegarlo.
Kael no lo pensó. Corrió.
Más rápido que Rossete, más rápido que Zack, más rápido que el miedo que le gritaba que aquello era una trampa.
Pero ya era demasiado tarde.
El anciano giró la cabeza hacia Kael, y por un instante, sus ojos se encontraron. Había algo en esa mirada… un mensaje, una advertencia.
Entonces Vuthakorth movió la mano.
Debajo de su capa roja, sacó Helrim.
El mandoble era una abominación de metal y oscuridad. Su guardamano tenía la forma de una cabeza demoníaca, con cuernos retorcidos y cuatro ojos verdes que parecían seguir los movimientos de quienes lo miraban. La hoja, gruesa y de doble filo, dejaba un rastro de aura negra, como si el aire mismo se pudriera a su paso. Y en el pomo, una piedra oscura pulsaba con runas que se retorcían como gusanos.
Kael lo reconoció al instante. Era el arma de la Cueva de la Luna Roja.
—Gracias por tus servicios, Zane —dijo Vuthakorth con una voz adulta y calmada.
Y entonces, con un movimiento sencillo, casi desinteresado, levantó a Helrim y cortó al anciano de arriba abajo.
No hubo sangre.
Solo una nube morada y negra, como tinta mezclada con veneno, que envolvió el cuerpo del viejo. Su carne se deshizo, convirtiéndose en ceniza que se esfumó en el aire, como si nunca hubiera existido.
Kael se detuvo en seco, el corazón golpeándole el pecho como un tambor de guerra.
Zane.
Ese nombre resonó en su mente como un trueno. ¿Qué había hecho Zane? ¿De qué se conocían?
Vuthakorth giró hacia Kael, y aunque su rostro parecía triste, pudo notar una alegría de ver a Kael.
—Ahora es tu turno, Elegido —susurró la espada, su voz saliendo de las runas del pomo, como si el metal mismo hablara.
Rossete y Zack llegaron justo entonces, pero ya no había tiempo para preguntas.
Porque los Caballeros Negros avanzaban.
Y Helrim brillaba con hambre.
El mundo de Kael se había reducido a cenizas.
Las partículas negras y moradas del anciano flotaban en el aire, como si el tiempo mismo se hubiera detenido. Pero lo que lo dejó paralizado no fue solo la muerte del viejo, sino lo que vio después.
Él.
Entre los Caballeros Negros, uno destacaba por su inquietante familiaridad. Su mismo rostro. Su mismo pelo oscuro, con un mechón rebelde cayendo sobre la frente. Pero sus ojos no eran verdes como los de Kael. Eran rojos. Como sangre fresca. Como el fuego de un infierno que Kael solo había visto en pesadillas.
Y entonces, los demás.
Los dos elfos de su visión en el templo: la arquera de mirada gélida y el guerrero de doble espada, moviéndose con una gracia sobrenatural.
Y el Vulkano. No era Urthanar, pero podría haber sido su hermano. Imponente, cubierto de sangre ajena, con una sonrisa que prometía masacre.
Vuthakorth, con Helrim todavía goteando ese rastro oscuro, se acercó a Kael.
—¿Lo ves ahora, falso elegido? —susurró, su voz como el roce de una hoja contra el hueso—. El destino ya eligió su campeón.
Mientras hablaba, el sonido del combate estalló a su alrededor.
Erika se lanzó contra el primer Caballero que encontró: un guerrero con armadura roja y un mandoble dentado. Aún herida, aún furiosa, la semivulkana luchó con todo su odio. Pero el Caballero Negro era mejor.
Con un movimiento calculado, desvió su espada y le abrió un corte en el muslo. Erika cayó de rodillas, y el guerrero de pelo rojo como llamas rió.
—Ni te muevas, bestia.
Gadurk y sus mercenarios irrumpieron en la plaza, pero al ver el panorama, dudaron.
Rossete, sin su arco, corrió como una fiera hacia Kael, su daga brillando bajo el sol ensangrentado. Zack, el aprendiz, la siguió con su mandoble pesado, gritando como un loco.
El elfo de las dos espadas los interceptó.
No fue una pelea. Fue un escarmiento.
Con movimientos fluidos, como si bailara, el elfo esquivó cada ataque y les abrió cortes superficiales pero dolorosos en brazos y piernas. Rossete y Zack cayeron, jadeantes, impotentes.
Y entonces, la voz.