Helrim: El despertar del paladín

Capítulo 7: El cuervo mueve ficha

El cuarto amanecer encontró a Ryukan de pie en el Gran Atrio del Templo de la Luz, donde los primeros rayos del sol se filtraban a través de los vitrales como si el propio cielo intentara escribir runas en las losas desgastadas.

Atarante, Maestro de la Orden de los Caballeros de la Luz, se acercó con paso firme, su larga capa naranja ondeando tras él. En sus manos sostenía un anillo de plata pura, grabado con símbolos antiguos que parecía latir con una luz tenue.

—Custos Lucis —pronunció el elfo, extendiendo la joya hacia Ryukan—. Un regalo.

El anillo se cerró alrededor del dedo del joven Paladín como si lo reconociera. Una oleada de calor recorrió su brazo, y por un instante, vio destellos de batallas pasadas: guerreros con el mismo anillo cayendo uno tras otro, sus cuerpos consumidos por una sombra insaciable.

—La luz no perdona —continuó Atarante, su voz grave como el rumor de las piedras—. Absorberá la luz tanto como te la dará en momentos de necesidad.

Kala, de pie a un lado, observaba en silencio. Su vestido rojo contrastaba con la solemnidad del templo, y sus ojos violeta brillaban con una curiosidad contenida. Atarante se volvió hacia ella, y por primera vez desde su llegada, Ryukan vio algo que se asemejaba a alegría en la mirada del Maestro.

—Para ti, hechicera —dijo, entregándole un colgante de cristal azul celeste en forma de luna creciente—. Luna. No es sólo un nombre, es una responsabilidad. El poder que llevas dentro es como la marea: sube, pero también ahoga.

Kala lo tomó con manos temblorosas. En el instante en que el colgante tocó su piel, las venas de sus muñecas brillaron con un destello violeta, como si algo en su sangre respondiera al artefacto.

—El Imperio te expulsó por miedo —murmuró Atarante—. Pero aquí, frente a lo que viene, ese mismo miedo podría salvarnos.

El silencio que siguió fue roto por el crujir de una armadura. Uno de los caballeros, un veterano con cicatrices que le surcaban el rostro, apretó los puños.

—Maestro... ¿por qué no nos dijiste que Vuthakorth había estado aquí?

Atarante cerró los ojos, como si el peso de sus palabras fuera a quebrarlo.

—Porque todavía pienso que puede redimirse —confesó—. Y eso me hace débil.

El aire se espesó. Ryukan sintió un escalofrío. Vuthakorth, el comandante del Círculo, el hombre que debía haber sido Paladín... y ahora era el portador de Helrim.

—Vino con la espada en la mano —continuó Atarante—. Creía que podía destruir a Khron. Que su sangre de dragón lo hacía digno. Pero Helrim no es un arma... es una prisión. Y él solo quería abrirla.

Kala palideció.

—¿Y los demás caballeros? —preguntó Ryukan, aunque ya sabía la respuesta.

—Lo siguieron —susurró Atarante—. Por lealtad. Por desesperación. Porque cuando un hombre como Vuthakorth cree en algo, es difícil no creer con él.

Fue entonces cuando las antorchas parpadearon.

Un viento frío recorrió el atrio, y Ryukan giró sobre sus talones, la mano en la empuñadura de su espada espectral. Al otro lado del salón, entre las sombras, una figura se adelantó.

Armadura negra. Ojos vacíos.

—Alexander... —murmuró Ryukan.

Su gemelo sonrió, pero no había calidez en esa sonrisa. Solo el eco de algo que había muerto hacía mucho tiempo.

—Hermano —dijo Alexander, y su voz resonó con un tono que no era del todo humano—. Vuthakorth te envía un mensaje.

Y entonces, las paredes del templo comenzaron a sangrar.

—Halarf el Nigromante tiene el Inner de Khron. Si lo derrotas y lo entregas, Helrim perdonará a su portador... y juntos, podremos enfrentarnos al dios.

Ryukan sintió que la herida de su mejilla, aquella que tenía desde que despertó en la aldea Rumí, comenzaba a supurar sangre.

—Su guarida está en Bastión del Ocaso Eterno —continuó la visión de Alexander—, en las ruinas del Imperio, donde la nieve nunca cesa.

Y entonces, como si nunca hubiera estado allí, la figura se desvaneció. Las paredes volvieron a su estado normal, y el silencio se apoderó del atrio.

La Herida que Sangra

—Ryukan —la voz de Atarante lo sacó de su estupor—. ¿Qué ha ocurrido?

El Paladín se tocó la mejilla. Sus dedos se mancharon de rojo.

—Halarf —murmuró—. ¿Quién es?

Atarante frunció el ceño.

—Un nigromante que ha diezmado a nuestra Orden y al Imperio durante años. Cada caballero que cae a sus manos es un hermano que hemos visto crecer, que ha jurado proteger la luz de Dhelin.

Ryukan apretó los puños.

—Y Bastión del Ocaso Eterno...

—Una fortaleza maldita —respondió Atarante—. Allí, el invierno es eterno, y las almas de los caídos vagan sin descanso.

Kala se acercó, sus ojos brillando con determinación.

—Entonces es allí donde debemos ir.

Atarante miró a Ryukan, y por primera vez, el Paladín vio algo parecido al miedo en los ojos del elfo.



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En el texto hay: medieval, dragones magia, épica aventura

Editado: 12.10.2025

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