El puente de piedra crujía bajo los pasos de Urthanar. El vulkano olfateó el aire, captando el olor a hierro y sudor a kilómetros de distancia. El ejército venía.
Urthanar descolgó su hacha de guerra. No esperaría a que llegaran al puente. Los cazaría como lobos a cervatillos en su bosque del norte, se marchó sin decir nada.
Rossete llegó a galope tendido, el rostro cubierto de polvo.
—¡Cien soldados! —Gritó, saltando del caballo—. Infantería pesada, sin magia ni caballos.
Willis maldijo, golpeando su escudo contra el suelo.
—Se dividieron. Marquis lleva a los hechiceros al norte. —Una sonrisa torcida le cruzó el rostro—. Cobarde como siempre.
Ryukan miró al grupo: Kala con sus frascos brillantes, Zack ajustando su mandoble, los aldeanos temblando con arcos imperiales.
—Urthanar está solo en el norte —dijo.
—Y es donde debe estar —replicó Willis—. Un vulkano en campo abierto es un blanco fácil. En el bosque... es otra cosa.
Kala enrolló un pergamino con decisión.
—Acabemos con el sur rápido. Así ayudamos al norte.
El grupo avanzó hasta una línea de árboles que marcaba el límite entre el trigal y el bosque.
—Aquí —ordenó Willis—. Arqueros entre los troncos. Nosotros somos el cebo.
Rossete distribuyó a los aldeanos:
—Esperad mi señal. Disparad al pecho.
Zack tragó saliva al ver aparecer en el horizonte la formación enemiga: escudos levantados, espadas relucientes.
—¿Cien contra siete? —murmuró.
Kala colocó tres frascos en el cinturón.
—Ajusta esa cuenta, chaval.
Ryukan desenvainó su espada espectral. El azul de las runas iluminó su rostro marcado por la rabia.
—Por Rumí —dijo simplemente.
Y entonces, el ejército cargó.
Willis se arrancó la túnica mugrienta como si fuera la piel de su pasado. Bajo ella, la armadura relucía con un brillo opaco pero impecable: placas de acero rojizo ribeteadas en oro, el emblema del Imperio grabado en el pecho y la capa de vino tinto ondeando como una llamarada.
—¡Por el honor de Granthya! —rugió, clavando su escudo de torre en la tierra con un golpe que hizo temblar el suelo.
Su espada, una hoja de guarda dorada y filo impecable, brilló bajo el sol. Zack se quedó boquiabierto.
—¿Desde cuándo...?
—Callad y cubríos —cortó Willis, inclinando el escudo como un muro viviente.
Kala lanzó el frasco de humo a los matorrales secos. Una cortina gris se alzó justo cuando el ejército enemigo iniciaba la carga.
—¡Ahora! —gritó Willis.
Del humo emergieron Ryukan y Zack como demonios.
—¡Por Rumí! —aulló Zack, su mandoble trazando un arco mortal.
Las flechas de Rossete y los aldeanos llovieron desde atrás. Pocas acertaron, pero bastaron para sembrar el caos.
La hechicera alzó las manos, las runas en sus palmas ardiendo con luz violeta.
—Ventus abyssus!
Un tornado de viento puro se materializó en medio de la formación enemiga. Diez soldados salieron volando como hojas secas; otros tropezaron, rompiendo la línea de escudos.
Ryukan aprovechó el caos. Con un gesto brusco, invocó la Esfera Acuática y la estrelló contra los escudos. El agua se filtró entre las juntas, empapando las gambesas y haciendo resbalar a dos infantes.
—¡Zack, ahora!
El joven se coló como una anguila entre las piernas de un caballero. Su mandoble giró en un tajo bajo que cercenó los tendones de tres hombres.
—¡Aaaaagh!
Los gritos fueron el preludio del infierno.
Ryukan saltó sobre la brecha, su espada espectral dibujando líneas azules en el aire. Un soldado perdió el yelmo; otro, una mano.
Pero los imperiales no eran novatos. Reagrupándose, rodearon a Zack.
—¡Cubridlo! —ordenó Willis, avanzando como un ariete viviente.
Su escudo embistió a dos enemigos, derribándolos. Su espada atravesó un cuello expuesto.
Kala, siguió con su plan, sacó otro frasco: este, lleno de líquido verde.
—¡Abajo!
El frasco estalló a los pies de los enemigos. Líquidos pegajosos brotaron del suelo, atrapando botas y piernas.
—¡Seguir disparando! —gritó Rossete, aprovechando para lanzar otra descarga.
Willis sangraba por un corte en el muslo. Zack jadeaba, su mandoble ahora mellado. Ryukan sentía el peso de cada gota de magia usada.
Pero del centenar de soldados, yacían cuarenta en el campo.
Los restantes retrocedieron, desorganizados.
—¡Se repliegan! —avisó Rossete.