El viento salado azotaba las velas del Viento Negro, el barco del imperio que los llevaba de vuelta a aguas más seguras. Ryukan apoyó las manos en la borda, los nudillos blancos de tanto apretar. No podía sacarse de la cabeza la imagen de Kala, acorralada contra los muros de la prisión, con los jinetes de Shin cargando hacia ella. Todo por la indecisión de Willis.
A su lado, Gadurk respiraba con dificultad, el ojo bueno entrecerrado contra el sol. El semivulkano no llevaba ni su espada Matabestias ni su armadura, solo harapos y cicatrices. Pero el fuego no se le había apagado del todo.
—No olvidaré esto, hermano —murmuró, la voz áspera por días de gritos—. Cuando recupere mi hoja, mi deuda contigo estará escrita en acero.
Ryukan asintió, pero su mirada se clavó en Willis, sentado en cubierta con una botella de hidromiel en la mano.
—No deberías beber —le espetó, avanzando hacia él—. No después de lo que ha pasado.
Willis alzó la vista, los ojos vidriosos.
—¿Y qué quieres que haga, muchacho? ¿Brindar por tu heroísmo? —Escupió al lado—. Salvamos al mercenario. Misión cumplida.
—Casi nos cuesta la vida —Ryukan no bajó la voz—. El plan era simple: tú y Urthanar atacabais la caballería por el flanco mientras nosotros liberábamos a Gadurk. Pero te quedaste paralizado.
El silencio se extendió como una mancha de aceite. Hasta Zack, que estaba ayudando a Rossete a vendar un corte en el brazo, dejó de hablar.
Urthanar cruzó los brazos, los músculos tensos bajo la piel oscura.
—Willis no dio la orden —dijo el gigante, su voz un trueno bajo—. Sus hombres me siguieron a mí.
Willis se levantó de un salto, tambaleándose.
—¡Shin estaba allí! —rugió—. ¡Él… él los dirigía! ¿Sabéis lo que hizo ese demonio en Granthya? ¡Masacró a mi familia delante de mí!
Kala, que había estado observando en silencio, se acercó.
—Lo sentimos —dijo suavemente—. Pero si no superas esto, nos matará a todos.
Willis cerró los puños, pero fue Erika quien intervino, su pelo rojo ondeando como una bandera de guerra.
—No es momento de peleas —gruñó—. Gadurk necesita un sanador, y vosotros, un líder que no huela a alcohol podrido.
Gadurk apoyó una mano en el hombro de su hermana.
—Ella tiene razón. Nos bajamos en el puente. Reuniremos a los clanes dispersos. Cuando necesitéis acero, llamadnos.
Zack se acercó a Rossete mientras los hermanos se preparaban para desembarcar.
—Oye, ¿crees que Willis… ya sabes, volverá a ser el de antes? —preguntó el joven, jugueteando con el pomo de su mandoble.
Rossete ajustó la cuerda de su arco, los ojos fríos.
—La gente no cambia, Zack. Solo se rompe un poco más cada día.
—¡Vaya, qué animada! —Zack sonrió, intentando aligerar el ambiente—. A lo mejor solo necesita… no sé, un abrazo.
—O un flechazo —murmuró Rossete, mirando de reojo a Kala.
Zack se ruborizó.
—¡Eso no tiene gracia!
Kala, que lo había oído, esbozó una sonrisa enigmática.
—El amor es un hechizo tan peligroso como cualquier otro, Zack.
El barco atracó en el puerto de Vellak, una ciudad portuaria donde los pescadores y mercaderes apenas levantaron la vista al verlos pasar. Gadurk y Erika se despidieron con un gruñido de respeto hacia Ryukan y un asentimiento a Urthanar.
—Hasta la próxima batalla —dijo Erika.
—Y que sea pronto —añadió Gadurk, antes de perderse entre la multitud.
El grupo se quedó en el muelle, el peso del futuro sobre ellos. Willis seguía callado, pero Ryukan notó algo distinto en su mirada. Algo que podría ser… determinación. O quizás solo era el reflejo del sol en el mar.
Urthanar rompió el silencio.
—¿Ahora qué?
Ryukan miró al horizonte.
—Ahora, decidimos si seguimos a un hombre roto… o encontramos uno nuevo.
Kala colocó una mano en su espalda.
—El destino ya eligió por nosotros, Ryukan. Solo queda seguirlo.
El campamento en el bosque olía a tierra húmeda y hierbas quemadas. Los cuarenta soldados rebeldes —hombres y mujeres con rostros curtidos por batallas ajenas— armaban barricadas entre los árboles bajo la atenta mirada de Willis. Aunque aún llevaba la botella colgando del cinturón, su voz había recuperado parte de la firmeza que lo hizo general.
—Aquí no nos encontrarán —dijo, señalando el mapa desplegado sobre un tronco caído—. Granthya envía patrullas por los caminos, no por bosques espesos.
Ryukan cruzó los brazos.
—No podemos escondernos eternamente. Necesitamos un bastión.
—Y Marquis necesita hierro de las minas de la isla —apuntó Zack, limpiando su mandoble con un trapo—. ¿Por qué? ¿Para forjar más armaduras?