El sol se puso detrás de las montañas, dejando un cielo ardiente y anaranjado. Dos jóvenes descansaban en la cima de la montaña, a sus espaldas se observaba una tumba adornada con hermosas flores. La tumba pertenecía a un ser querido para ellos, y habían venido a visitarla en el aniversario de su muerte.
Uno de los jóvenes, un muchacho de pelo amarillo y con un tatuaje en la frente con el Kanji de Justicia (正義) llamado Yoishi, estaba teniendo una pesadilla. Se encontraba en un lugar oscuro y solitario, temeroso de donde se encontraba, miró hacia arriba y múltiples recuerdos pasados comenzaron a rellenar cada espacio del techo de aquel lugar misterioso. Los recuerdos eran de personas luchando, sacrificándose y muriendo.
De repente, Yoishi observo que cerca de donde estaba, había una mujer cuyo rostro no se veía con claridad. Estaba en el suelo y sobre ella estaba otra persona con un rostro completamente oscuro. Yoishi no sabía quién era la persona, pero ese rostro oscuro le daría una sonrisa siniestra y sádica, antes de proceder a matar a la mujer. La mujer en sus últimos segundos de vida gritó desde su corazón.
—¡Escapa!
Él se dio la vuelta para escapar y vio una gran puerta abriéndose y dejando pasar la luz. Desesperado logro cruzar la puerta y se despertó exaltado. Estaba sudando y su corazón latía con fuerza. Miro a su alrededor y vio a su hermano a su izquierda, pero al mirar a su costado derecho, no había nadie.
—¡Me he vuelto a despertar solo! —exclamó con un nudo en la garganta.
El chico se sentó y trató de calmarse. Sabía que solo había tenido una pesadilla, pero aún así se sentía perturbado. Podía oír el eco del grito de la mujer en sus oídos. Yoishi se levantó suavemente para no despertar a su hermano. Miró hacia el horizonte y vio que el sol se estaba poniendo. Era una hermosa vista, pero Yoishi no tenía tiempo para disfrutarla. Tenía que llegar a la tienda antes de que cerrara.
Se dio la vuelta y despertó a su hermano.
—Venga, hermano, tenemos que irnos. Abrirán la tienda en cualquier momento.
Tageshí parpadeó y asintió. —Está bien, vamos. Es mejor que nos demos prisa si no queremos problemas —respondió.
Yoishi, a pesar de la prisa, levantó una mano. —Un momento. Primero hay que hacer algo —declaró con convicción.
En silencio, Yoishi y Tageshí se dirigieron al sepulcro. Habían acudido allí para honrar la memoria de su ser querido en el doloroso aniversario de su muerte.
Frente a la lápida, los dos hermanos se arrodillaron. Se tomaron de las manos, un gesto silencioso de apoyo, y cerraron los ojos para encontrar la paz.
«Gracias por todo, Aimy» susurraron. «Siempre te recordaremos».
Permanecieron en silencio durante unos minutos, recordando a esa persona que tanto amaron. Luego se levantaron y se alejaron de la tumba.
Una vez abajo, los hermanos dejaron atrás la montaña. Mientras caminaban en dirección a la ciudad, el silencio se rompió y comenzaron a conversar sobre todo lo que había sucedido ese día. Los dos hermanos continuaron caminando y pronto llegarían a la tienda.
De repente, a lo lejos, presenciaron un asalto. Un hombre forcejeaba con una mujer para arrebatarle el bolso. Yoishi no perdió ni un segundo: se lanzó a correr, alcanzó al ladrón y le propinó una patada certera en la cara que lo hizo huir despavorido. Yoishi recogió el bolso del suelo y regresó de inmediato a devolvérselo a la mujer.
—¿Se encuentra usted bien? —Le preguntó Yoishi con voz calmada, evaluando si estaba herida.
—Sí, estoy bien. —Dijo la mujer. —Gracias por ayudarme.
—No hay de qué. —Dijo Yoishi. —Me alegro de haber podido ayudar.
Yoishi le devolvió el bolso a la mujer y luego continuaron caminando hacia la tienda.
Mientras los dos hermanos caminaban hacia la tienda, En la frontera costera del País de Natatugo, el ambiente era tenso. Una multitud de personas se sometía a un riguroso proceso de verificación, controlado por un imponente sistema de seguridad que regulaba el acceso al país. Entre el gentío que aguardaba, se encontraba Okiro. Él no estaba allí por azar: un guardia, llamado Hajime Gora, lo esperaba en secreto para facilitarle la autorización de entrada.
—Okiro, escúchame bien: extrema el cuidado y minimiza tu tiempo dentro del país —advirtió Gora con voz grave—. Llevamos mucho tiempo planificando esto y la misión debe ser un éxito. No te confíes ni por un segundo; la posibilidad de que te intercepten en el camino es escasa, pero puede suceder.
—No tienes por qué preocuparte, Gora. Te aseguro que todo saldrá a la perfección —dijo Okiro con una sonrisa gélida—. Confía en mí. Y recuerda bien esto: Desde hoy ¡Yo vivo por ellos!"
Gora esbozó una media sonrisa. —Más te vale que vuelvas con los muchachos —le advirtió. Acto seguido, le entregó un dispositivo—. Toma estos auriculares, me ordenaron dártelos. Podrás comunicarte conmigo y con Yoshiba en todo momento.
—Está bien, Gora —respondió Okiro, tomando los auriculares—. Aunque no creo que los necesite. Son las seis de la tarde, y si todo sale de acuerdo con el plan, estaré de vuelta aquí mucho antes de la medianoche.
—De acuerdo. Aquí te esperaré —afirmó Gora con seriedad—. Si no regresas a esa hora, te aseguro que me comunicaré inmediatamente contigo y con el clan.
—Estaré bien", dijo Okiro.
Okiro cruzó la frontera sin contratiempos. Una vez dentro del país, se apresuró a tomar el camino que lo llevaría directamente hasta los muchachos.
Los muchachos entraron en la tienda, donde fueron recibidos con una oleada de felicitaciones y abrazos por parte de los trabajadores. Tageshí, con su habitual calidez, aceptó la alegría y disfrutó de las muestras de afecto. Sin embargo, Yoishi no compartía la felicidad. Él recordaba que su posición allí se debía a un acto de fuerza —haber detenido a un bandido que intentó robar la tienda cuatro años atrás—. Sentía, con una punzada de amargura, que el trato amable solo respondía a un interés pragmático: su habilidad para mantenerlos a salvo en un lugar tan peligroso.