Transcurría la quinta edad. Era aquella en la que los reinos actuales estaban teniendo su apogeo en muchos aspectos. Las grandes urbes como Opicia, Autrasia y Empetria eran el epicentro de los reinos, movían sus economías y eran importantes.
En Autrasia, el gran reino marítimo del sur, la noche había envuelto a la ciudad portuaria. Los cortesanos y sirvientes ya estaban, la mayoría, en sus habitaciones, luego de un día de trabajo. Por los pasillos del castillo real iba caminando un mago; se le notaba asustado, sudaba, muy precavido, y miraba por todos lados: detrás, delante, a un lado, hacia el otro. Parecía que alguien lo iba siguiendo. Al llegar a una puerta, llamó. Se escuchó cómo una pesada silla de madera se arrastraba. Los pasos secos sobre la piedra llegaron hasta la puerta, y esta se abrió. Quien atendió era otro mago. Ambos eran muy amigos, y al ver el aspecto de su compañero, lo dejó entrar. El mago entró y se sentó; movía con desesperación su pierna, frotaba sus manos, miraba con miedo hacia todos lados. El otro mago cerró la puerta y se acercó. Con un gesto le ofreció un poco de vino, y el mago aceptó. Luego de entregarle la copa, este se sentó frente a su amigo. Ambos tomaron un sorbo, y el mago se calmó.
—Dime, Hilgárth. ¿Qué es aquello que te atormenta?
—Los dioses, Plinio. Estuve estudiando una habilidad complicada en mi habitación estas últimas noches... El mago gris me dijo que estaba preparado para intentarlo y obedecí, pero... pero no salió como esperaba, Plinio, amigo mío. Vi el futuro...
El futuro —pensó Plinio—. Esto era muy complicado o incluso hasta imposible de ver para un mago de tan poca edad como Hilgárth, pero tenía el permiso del mago gris. Él sabrá por qué indujo a su discípulo a intentarlo.
—¿Qué tanto viste?
—No fue mucho —dijo Hilgárth, y le dio un trago profundo a la copa—. Fueron nada más pequeñas escenas, como si vieras pinturas en movimiento, pero en todas ellas miraba lo mismo... La espada de Esmeralda y un hombre.
La espada mítica —volvió a pensar Plinio—. Una espada tan mitológica que muchos afirman que no existe porque nunca la vieron.
—¿Seguro que esa espada viste?
—Tan seguro como mi nombre, Plinio.
Plinio se recostó en la silla. Miró hacia el fuego mientras escuchaban el crujir de la madera. Comenzó a rascar su barba pelirroja, con algunas canas en ella.
—¿Ya le mencionaste esto al mago gris?
—Esto lo acabo de ver. Cuando regresé, fue lo primero que hice. Espero que reciba con tiempo el ave. Quizás él nos ayude a descifrar estos sueños.
—Llévame a esa batalla.
Hilgárth se quedó mudo. No supo qué responderle a su amigo. No sabía por qué la curiosidad, pero era sabio, y no chistó para nada. Hilgárth se puso de pie, dejó la copa en la mesa y se acercó a Plinio.
—¿Puedo saber el porqué de tu curiosidad por esa batalla?
—No puedes ir al futuro. Quizás en el pasado encontremos algo. No soy tan sabio como el mago, pero los dioses me hacen sentir que tenemos que saber qué pasó con la espada.
—No eres igual de sabio que Griéthmag, pero sí más estúpido que él. Por algo te pidieron como mago de la corte.
Plinio se puso de pie y tomó las manos de Hilgárth. Este cerró los ojos y, poco a poco, un destello esmeralda comenzó a rodearlos. Luego desapareció, y ambos quedaron de pie en medio de la habitación. A los pocos segundos de haber entrado en ese trance, tocaron la puerta: llamaban a Plinio desde el otro lado. Eran cuatro magos más. Buscaban a Plinio porque al día siguiente tenían que entrenar a un pequeño grupo de magos, pero al no escuchar respuesta, el pequeño grupo entró. Los cuatro vieron a los magos de pie en medio de la habitación. Entraron y se disponían a esperar que regresaran del trance. Una de las brujas, Páfosth, comenzó a rondar por la habitación y vio unas cartas sobre la mesa. Tenían tinta fresca: era lo que estaba haciendo antes de que llegara Hilgárth.
Uno de los magos se acercó y comenzaron a notar que de las manos de Plinio comenzaba a salir escarcha, y de Hilgárth comenzaban a salir chispas. Páfosth, al acercarse, recibió un golpe fuerte que la hizo caer sobre la mesa y la rompió. La pelea entre los magos comenzó. Hilgárth, con un rayo, destruyó la pared. Este se lanzó, y antes de que Plinio lo hiciera, uno de los magos lo atravesó con una de las patas de la mesa. Hilgárth cayó en un balcón, rompió la ventana y entró a la habitación. Una voz resonó, y los guardias entraron. Hilgárth mató al hombre que había hablado, y Páfosth lo dominó. En lo que Hilgárth quedaba inconsciente, se dio cuenta de que había matado al rey.
Al día siguiente encerraron a Hilgárth, pero tenían un problema: el rey no había tenido descendencia y había dejado a Hilgárth como primero en la línea de sucesión. Pero para los demás magos de la corte, era mejor tenerlo encerrado. Piloth, una de las brujas con uno de los títulos nobiliarios, ascendió al trono: la primera reina bruja en toda la historia del reino. Aunque la recibieron un poco mal, con el paso del tiempo la fueron aceptando y comenzó a ser una buena reina. Y así pasó un año
Más al norte, en Opicia —una ciudad anillada que constaba de tres anillos, siendo el tercero el más grande debido a constantes ataques a sus cultivos en el pasado—, los antiguos gobernantes optaron por proteger las tierras con una muralla. La ciudad era próspera; sobrevivía gracias a su industria, pero sobre todo por sus cultivos. Estos eran grandes y extensos incluso fuera de la muralla, y comerciaban con el resto del reino. Gran parte de los productos alimenticios y cárnicos que exportaban llegaban a otros países.
En el segundo anillo estaba el corazón de la ciudad: muchos comercios en las avenidas principales, múltiples callejones con barrios extranjeros, y una comunidad vibrante, diversa en razas y culturas. Muchos comerciantes de lugares lejanos llegaban precisamente para ejercer su oficio. Uno de ellos sufrió un pequeño percance: la herradura de su caballo se había soltado. Desesperado, buscaba una herrería. Justo a su lado pasó una escolta de faunos, quienes conversaban sobre lo bien que se sentían con sus nuevas herraduras. El comerciante se acercó y les preguntó por una herrería. Estos le indicaron el camino.