Heredera del Vacío

Capítulo 20.

En Valthoria, los días transcurrían como sombras desdibujadas. El sol salía, pero su luz era pálida, ajena. Las calles bullían, pero Kael Rhyen caminaba por ellas como un fantasma, una silueta quebrada entre la multitud.
Elara no estaba.
Y sin embargo, él sentía su presencia con cada latido. Con cada aliento. Con cada maldito sueño.
—Ella vive —susurraba, noche tras noche—. No como antes. Pero no está muerta. No puede estarlo.
Los Senyars le dieron honores. Le ofrecieron gloria, incluso una posición entre los altos mandos. Pero Kael solo aceptó una cosa: silencio. Se retiró de la Academia, del consejo, del mundo. Se encerró en la biblioteca que Elara había violado tiempo atrás, aquella que ella y él cruzaron con temor y deseo. Allí encontró lo que buscaba. O mejor dicho, lo que lo estaba esperando.
Textos cubiertos de polvo antiguo, escritos con sangre seca y runas olvidadas. Hablaban de un plano intermedio, de un vacío que no mataba, sino que absorbía. Que no destruía, sino que transformaba.
Uno de los tomos hablaba del Templo de Nureth.
Un santuario subterráneo, sellado siglos atrás por los antiguos Senyars, aquellos que comprendieron que no todo lo poderoso debía existir. Nureth había sido olvidado… porque lo que contenía no debía ser recordado.
Kael partió solo, guiado por las coordenadas crípticas y una desesperación que se parecía demasiado al amor.
La entrada al templo no era visible para el ojo común. Kael tuvo que leer un pasaje de invocación en voz alta, con una runa marcada en su palma —una que había dibujado inspirado en los sellos que aparecieron en la piel de Elara. El suelo tembló. La tierra se partió. El santuario se abrió como una herida antigua.
Y él descendió.
No había luz. Solo fuego tenue que ardía en brasas azules, flotando en el aire como luciérnagas. Las paredes estaban cubiertas de símbolos: espirales, ojos, runas gemelas a las de Elara, solo que más antiguas, más oscuras. Algunas aún goteaban tinta negra.
En el centro del templo, lo encontró.
Un espejo.
Alto, fracturado, con un marco de obsidiana. No reflejaba nada. Solo oscuridad.
Kael extendió una mano. El vidrio no era frío… era vacío. Era como tocar una idea. Como hundir los dedos en un recuerdo que nunca ocurrió.
Y entonces la vio.
Elara.
Flotando entre sombras, suspendida en un lugar que no tenía forma. Su cuerpo estaba intacto, pero diferente. Las runas se habían extendido, envolviéndola como tatuajes vivos. Sus ojos, antaño fieros, estaban vacíos, pero no muertos.
Él contuvo la respiración. Dio un paso hacia el espejo.
—Elara...
Ella no reaccionó. No lo vio. No lo sintió.
Hasta que algo se movió detrás de ella. Una sombra mayor que las demás. Una silueta sin rostro, sin voz, sin nombre. El Vacío. O algo más.
Entonces una voz, como un cuchillo en la niebla:
—No busques lo que no estás dispuesto a encontrar.
Kael apretó los puños. El marco del espejo se rompió bajo su agarre, clavándose en su carne. La sangre cayó sobre las runas del suelo. Y con ella, la visión se quebró.
Pero no desapareció.
Por un instante, solo uno, Elara giró la cabeza.
Y lo miró.
No con reconocimiento. No con amor.
Sino con la fría claridad de algo que ha sido transformado.
La visión se disolvió.
Kael cayó de rodillas, jadeando. Sintió la sangre recorrerle los antebrazos. Sintió el dolor físico… y la promesa sellada.
No dijo su nombre. No lloró. No imploró.
Juró.
—Te encontraré, Elara. Aunque el mundo se derrumbe. Aunque tenga que convertirme en algo más que humano. Aunque tenga que romper cada maldita ley que me impusieron.
Y en lo profundo del Vacío… algo respondió.
No fue un sonido. No fue una palabra. Fue un pulso. Un eco de algo que aún no había nacido. O que siempre había estado ahí.
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En el mundo real, las estrellas titilaban sobre Valthoria como si supieran algo que los hombres no.
En el corazón del templo, el espejo volvió a ser solo eso.
Pero una grieta nueva atravesaba el cristal, brillando tenuemente.
Como una sonrisa.
Porque, en el corazón del Vacío, las sombras nunca mueren. Solo esperan.




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