El viento golpeaba con fuerza los ventanales de la vieja casa. La tormenta se acercaba, pero dentro, el silencio era aún más inquietante.
—¿Volverá hoy? —pregunté, sin esperar respuesta.
Mi madre bajó la mirada. No hacía falta que hablara; su silencio lo decía todo. Alejandro, el gran patriarca, estaba ausente desde hacía semanas. Pero su sombra seguía cubriendo cada rincón de aquel hogar.
A veces sentía que no vivíamos, solo sobrevivíamos bajo su legado de poder y miedo.
Yo era apenas un niño, pero ya entendía que su presencia era ley. Cada mueble, cada palabra, cada gesto estaba impregnado de su voluntad. Nadie se atrevía a contradecirlo, ni siquiera cuando no estaba.
Recuerdo la primera vez que vi a Alejandro imponerse sin alzar la voz. Bastó una mirada suya para que mi tío, un hombre rudo y testarudo, se callara como un niño regañado. Desde ese día supe que la autoridad no siempre grita… a veces, solo observa.
Crecí en una casa donde los sentimientos se escondían y el respeto se confundía con miedo. Pero también aprendí que, bajo su sombra, se forjaban los herederos del trueno. Los que, como yo, algún día tendrían que romper el silencio.
Esa noche, mientras la tormenta rugía allá afuera, supe que mi historia no podía repetirse. Que algún día, mi voz tendría que hacerse oír, aunque fuera con un susurro.
—
Continuará…
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