Heredero del trueno

El trono de madera

El sillón grande en la sala principal no era solo un mueble. Era el trono. El lugar de Alejandro. Nadie lo decía en voz alta, pero todos lo sabíamos: ese asiento no se tocaba.

Incluso cuando él no estaba, permanecía vacío. Polvoriento, sí, pero sagrado. Lo cuidaban más que a cualquier otro objeto de la casa. Mi abuela pasaba un trapo limpio cada mañana por los brazos de madera tallada, como si al hacerlo invocara su presencia.

—Ese asiento no se mueve —me decía—. Nunca sabés cuándo va a volver.

Y es que Alejandro tenía la costumbre de irse sin avisar. Se marchaba por semanas, a veces meses, y regresaba como si nada. Siempre impecable, siempre con la frente en alto y los ojos llenos de secretos que no compartía con nadie.

Cuando regresaba, no preguntaba qué había pasado en su ausencia. Solo miraba alrededor, se sentaba en su trono y el mundo volvía a girar bajo su eje.

Ese día, sin embargo, algo fue diferente.

Yo tenía diez años. Recuerdo que entró sin hacer ruido. Nadie lo esperaba. La puerta se abrió de golpe, empujada por el viento, y Alejandro estaba allí, de pie, como una estatua bajo la lluvia.

—¿Y este mocoso? —fue lo primero que dijo al verme parado junto al sillón.

No supe qué responder. Mi madre se acercó rápido, nerviosa, y me empujó hacia atrás.

—Es tu nieto —dijo con voz temblorosa.

Alejandro me miró de arriba abajo, como quien evalúa una herramienta nueva.

—Parece débil.

Esa frase me quemó más que un golpe. Desde entonces, juré que algún día se tragaría sus palabras.

No sabía cómo ni cuándo, pero el trono de madera no sería suyo para siempre.

Continuará…

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En el texto hay: aventura epica

Editado: 30.04.2025

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