La tormenta volvió esa noche, como si el cielo también tuviera cuentas pendientes con Alejandro.
Tronaba fuerte, pero él dormía. O al menos eso creía yo.
Me acerqué despacio a su habitación. La puerta estaba entreabierta. Por alguna razón, quise verlo dormir. Quise ver si cuando cerraba los ojos dejaba de ser el hombre de piedra que todos temían.
Pero no dormía. Estaba sentado en la oscuridad, con los ojos abiertos, mirando al vacío.
—Entrá —dijo, sin voltear.
Me congelé. No sabía cómo lo había notado. Ni siquiera había pisado la madera aún.
Entré.
—¿Alguna vez te asustaste? —pregunté, sin pensar.
Guardó silencio por unos segundos, luego soltó un suspiro que sonó como un crujido viejo.
—El miedo no se va nunca. Solo aprende a caminar detrás tuyo.
Lo miré. Esperaba un relato heroico, una anécdota que lo pintara invencible. Pero esa frase fue más poderosa que cualquier historia.
—¿Y qué hacés con él? —insistí.
—Lo uso. Si vas a cargar con algo toda la vida, mejor que te sirva para algo, ¿no?
Una gotera golpeaba el piso con ritmo constante. Afuera, los relámpagos dibujaban figuras sobre las paredes.
—¿Sabés por qué te estoy hablando ahora? —me preguntó.
Negué con la cabeza.
—Porque quiero que sepas que no tenés que ser como yo. Pero tampoco podés ignorarme. Somos de la misma raíz. El trueno no elige dónde cae… pero sí a quién despierta.
Esa noche, entendí algo que me dolería por años: no basta con negar lo que uno hereda. A veces, hay que transformarlo.
—
Continuará…
Gracias por leer este nuevo capítulo. Si esta historia está dejando algo en vos, compartilo. Las raíces crecen más fuertes cuando se multiplican.