Después de aquella noche, Alejandro ya no era solo una figura lejana para mí. Seguía siendo duro, sí, pero algo había cambiado. Empezó a observarme más, a hablarme con breves frases que se sentían como lecciones disfrazadas de comentarios casuales.
Una mañana, mientras yo trataba de cortar leña con un hacha más grande que mis brazos, lo vi sentado en su silla de siempre, mirándome sin decir nada.
—¿No vas a ayudarme? —le grité.
No respondió. Solo cruzó los brazos y siguió ahí, firme como una estatua.
Molesto, volví a levantar el hacha, sudando, tropezando, errando los golpes una y otra vez.
Cuando por fin logré partir un tronco, jadeando, él se levantó y se acercó despacio.
—¿Querías que lo hiciera por vos?
—No —dije, con rabia.
—Entonces aprendé a agradecer el silencio. A veces es el mejor maestro.
Se dio la vuelta y se fue, dejándome ahí, con la lección clavada más hondo que el filo del hacha.
Ese día entendí que no todo se enseña con palabras. Que hay miradas que empujan más que las manos, y silencios que pesan más que un discurso entero.
También entendí que no estaba solo creciendo… estaba siendo moldeado.
Y que Alejandro, a su manera, ya había empezado a tallarme con la misma precisión con la que talló su propio trono de madera.
—
Continuará…
Gracias por estar acá. Si estás sintiendo este viaje como tuyo, dejame saberlo. Tu lectura le da vida a esta historia.