La última tormenta

La tarde cayó más temprano ese día.

El cielo, gris y espeso, parecía presagiar lo que nadie en la hacienda quería nombrar. Alejandro, el gran patriarca, yacía en su habitación con la respiración entrecortada. Su cuerpo, alguna vez imponente, era ahora una silueta delgada entre las sábanas. Pero sus ojos... esos ojos aún ardían con la fuerza de mil batallas ganadas y heridas no contadas.

El niño se sentó a su lado. No lloraba. No podía. Era como si algo dentro de él supiera que aquel momento no era para el llanto, sino para escuchar.

—Acércate —susurró Alejandro, con voz de trueno apagado—. Aún no eres hombre, pero ya sabes cosas que muchos olvidan.

El niño obedeció, tomando su mano áspera y fría.

—En esta vida… —continuó el viejo— te van a querer callado, obediente y temeroso. Pero tú... tú eres hijo del trueno. Y el trueno no pide permiso para sonar.

Hizo una pausa larga. La lluvia comenzó a golpear el tejado.

—No confíes en los que hablan bonito y actúan poco. Mira a los ojos, siempre. Y recuerda: un hombre vale por lo que defiende, no por lo que posee.

El niño tragó saliva. Su abuelo cerró los ojos por unos segundos y luego los volvió a abrir, con esfuerzo.

—Guarda esto —dijo, señalando con la mirada el anillo familiar que reposaba en la mesita de noche—. No es de oro, pero pesa más que cualquier joya. Es mi promesa... y ahora es tuya.

En ese momento, un trueno rompió el silencio. Alejandro sonrió levemente, como si el cielo mismo hubiese venido a buscarlo.

—No llores por mí, muchacho. Que la muerte… también obedece a los valientes.

Y entonces, sin más palabras, se fue.

El niño no gritó. No corrió. Solo se quedó allí, con el anillo en la mano y el corazón latiendo como tambor de guerra. Afuera, la tormenta aullaba, pero dentro de él, algo nuevo había nacido.

La sombra de Alejandro se alzaba ahora sobre él, no como peso... sino como guía.