No hay reloj que anuncie la llegada de la adolescencia. Solo un día, el espejo refleja otra mirada. Una sombra más larga bajo los ojos. Una duda nueva en el pecho.
Él ya no era el niño que recogía piedras para lanzarlas al río ni el que perseguía mariposas entre los cafetales. Ahora caminaba más serio, más alto, con la voz comenzando a quebrarse entre frases. Su cuerpo cambiaba, pero era su mente la que más ruido hacía.
Los peones empezaban a mirarlo distinto. Ya no con ternura, sino con un respeto incómodo. Como si esperaran algo de él que todavía no sabía dar. La abuela, sin decirlo, le daba más espacio, más silencios, como si entendiera que estaba construyéndose desde adentro.
Fue en ese tiempo que recibió la primera carta dirigida a su nombre. No había sello ni remitente. Solo su nombre escrito con letras firmes: “Para el heredero.”
La abrió con el corazón palpitando.
"La muerte de Alejandro ha movido aguas. Hay tierras que no te pertenecen, aunque lleves su apellido. Hay quienes esperan que tropieces. Cuando estés listo para hablar como hombre, sabrás dónde encontrarme."
No había firma. Solo un símbolo: una serpiente enroscada.
La carta lo dejó frío. Por primera vez, el peso del apellido se sintió como una espada en equilibrio sobre su cabeza. No sabía quién la envió, pero entendía el mensaje: su existencia no era invisible.
Esa noche, no durmió. Pensó en Alejandro. En el anillo. En su nombre. En la responsabilidad que aún no sabía cómo llevar.
Al amanecer, tomó el cuaderno donde escribía sus pensamientos y anotó:
"La sangre no hace al hombre. Las decisiones sí. Y yo aún no decido quién quiero ser."
Se miró las manos. Tenían tierra, pero también temblaban.
Era su primer conflicto: no contra otros… sino contra sí mismo.