La silla era demasiado grande para Alioth.
En realidad, todo el asunto de ser nombrado heredero lo era. El frío de la enorme sala le calaba hasta los huesos. Quería salir corriendo hacia su madre y rogarle que lo sacara de ahí, pero lo único que lo detenía eran los guardias reales, erguidos de forma intimidante frente a la gigantesca puerta.
Se quedó sentado lo más derecho que pudo y evitó mirar a los guardias.
El silencio era abrumador para un niño de diez años, acostumbrado al bullicio de su aldea y a los susurros de los árboles en Agua Dulce. Agua Dulce no era su nombre oficial, pero así le decían todos por los ríos cristalinos que serpenteaban a su alrededor. Su aldea era hermosa, con un ambiente cálido y personas que sonreían amablemente.
Alioth había estado nadando en uno de esos ríos con su mejor amiga, Mara, justo antes de la ceremonia. Antes de que todo su mundo de amor y diversión cambiara.
—Muchacho, el rey te espera — dijo una voz que lo sacó de sus pensamientos.
Era un mayordomo. Alioth saltó para bajarse de la enorme silla. El hombre hizo una mueca de disgusto y soltó un suspiro. Al pasar junto a él, creyó escuchar un murmullo:
— ¿Este es el heredero?
El comentario lo hizo encogerse. Bajó la mirada hacia su túnica ceremonial. Por primera vez la comparó con la de los niños nobles del estado del Agua: el blanco no era tan blanco, y el azul de las pequeñas olas bordadas en las mangas y el dobladillo no brillaba tanto.
Se sintió pequeño. El pasillo era igual de frío, y cada paso que daba resonaba con un eco. El mayordomo, que caminaba delante de él con la frente en alto, se detuvo justo frente a una puerta.
— No llames — espetó cuando Alioth hizo el ademán de tocarla—. Entra solo cuando el rey te lo indique.
Y se marchó, dejándolo solo en el pasillo.
Alioth se aburría de estar ahí sin hacer nada. Estuvo a punto de correr hacia los jardines, cuando unas voces se escucharon tras la puerta.
— Es un niño. No debe estar aquí -dijo la voz grave de un hombre—. No es apto.
Alioth sintió un nudo en el estómago.
Estaban hablando de él.
— Su habilidad abarca los cuatro elementos, Cygnus -respondió otra voz, más suave. Reconoció al gobernador de Agua—. Puede que tú no estuvieras ahí, pero yo lo vi. Ese niño alzó la tierra, hizo brotar agua del suelo, una ráfaga de viento lo rodeó y... — el gobernador titubeó — las antorchas del salón... su llama se volvió más intensa.
Alioth tragó saliva.
Recordaba ese momento. Su estómago se había hecho un nudo de ansiedad. Había deseado con todas sus fuerzas ser parte de los elementales de agua, pero también lo temía: eso significaba dejar de ver a sus padres.
— ¿Entonces...? -intervino otra voz, vacilante pero firme. Parecía la del gobernador de Tierra—. El niño, con padres sin habilidades, que no fue entrenado como parte de la familia real... ¿será nuestro próximo rey, Majestad?
Silencio.
Sabía que era un aldeano que no encajaba en esa vida de lujos. Pensó, con enojo, que prefería estar en Agua Dulce, revolcándose en un charco, que estar parado frente a un salón lleno de personas que apenas conocía.
Quiso desobedecer al mayordomo y tocar la puerta. Estaban hablando de él como si no pudiera oírlos. Su madre solía decir que hablar de las personas a sus espaldas era de mala educación. Y esos hombres, conocidos por sus modales y reglas rígidas... ¿no estaban yendo contra sus propias normas?
Pero la siguiente voz que escuchó lo detuvo: tranquila, dulce y autoritaria. Supo al instante que era la del rey.
— Así es, Orien. El niño... Alioth, según me dijeron. Fue enviado por los dioses para guiarnos como nuevo líder.
Alioth bajó la mirada al suelo. "Enviado por los dioses." Quiso creerlo, pero no podía.
Recordó el momento exacto en que tocó la piedra sagrada. Era enorme y parecía hecha de cristal. Al principio estaba fría, como pensó que se sentiría, pero luego se calentó, y una luz intensa la envolvió. Se escucharon murmullos sorprendidos. Después todo fue confuso: el gobernador de Agua gritó que tenían que llevarlo al rey, alguien lo jaló directo al carro del gobernador, su madre le gritó desde la multitud: "¡Te amamos, pórtate bien, cariño!"... y su último "¡Los amo!" se lo llevó el viento.
— Enviado por los dioses... -repitió Cygnus al otro lado con burla —. Majestad, le recuerdo que ese niño es de Atzopan.
Alioth se tensó al oír el nombre de su aldea escupido como una ofensa.
— Es una de las aldeas más ligadas a sus raíces. Sigo insistiendo: no es apto.
— Cygnus... -la voz del rey sonó cansada—. Esto ya está decidido. Alioth está afuera. Puede que nos esté escuchando.
Así que sí sabían que estaba ahí.
— ¿Y qué? -alzó la voz Cygnus, furioso—. ¡No estoy de acuerdo! ¡Mi sobrino era una mejor opción como heredero! Conoció los cuatro estados, tiene modales, lazos con la realeza... incluso tiene parientes en el reino vecino.
Un golpe resonó dentro de la habitación.
La voz del rey se endureció:
— No me hables así. Soy tu rey, Cygnus. No lo olvides. Eres gobernador del estado del Fuego, pero aquí las órdenes las doy yo. No me importa lo que pienses en este instante. Además, sabes que tu sobrino no cumplía con los requisitos para ser heredero.
Se oyó una risa seca, sin gracia. Luego, la puerta se abrió de golpe.
Cygnus salió con paso firme, vestido de negro, la cara desencajada por la furia. Su sola presencia helaba el ambiente. Ignoró por completo a Alioth y siguió caminando, como si fuera aire.
Alioth lo observó alejarse.
Ahora lo recordaba: Cygnus era el tío de Deneb. Su mejor amigo le había contado que su tío solía perder los estribos fácilmente. Nunca lo había conocido... hasta ahora.
— Pasa, hijo -la voz amable del rey lo distrajo —. Acércate.
Alioth vio por primera vez al rey: un hombre ancho, con barba bien recortada y peinado cuidadosamente. Llevaba un traje ostentoso, lleno de broches que sostenían una capa larga y pesada. A su alrededor estaban los que supuso eran los gobernantes de los estados del Agua, la Tierra y el Aire, junto con representantes de los no elementales. Ahí, entre ellos, estaba su padre.