Herederos de la tormenta

Capítulo 7: Arreglarte

Izar sangraba por la herida que él mismo se había hecho al morderse el dedo. Debería ponerse algo para curarla, pero el dolor no le importaba tanto. A su lado, su madre sollozaba en silencio, mientras su hermana Raisa se aferraba con fuerza a su pierna, los ojos inundados en lágrimas.

La casa en Meztica se llenó del sonido suave de pequeños sollozos, todos reunidos frente a la única televisión que tenían, un regalo de Cygnus.

Izar miró a su amigo subir a un auto negro de lujo, escoltado por guardias como si fuera un criminal peligroso.

Se llevó el dedo a la boca para detener el sangrado, pero fue inútil. Se levantó y fue al botiquín de su habitación. Tomó una curita con pequeñas llamas sonrientes y se la colocó con cuidado. Al volver a guardar la caja, vio una estructura negra con un lente en el centro: la cámara que Deneb le había regalado el año pasado.

Tragó el nudo en su garganta y abrió la pequeña pantalla al costado. Presionó unos cuantos botones y, de pronto, la risa de Deneb llenó el cuarto.

En la imagen, Deneb estaba sentado sobre el césped, con los ojos brillosos y una sonrisa amplia. Nadie pensaría que, apenas unos meses antes, ese mismo chico no podía dormir si las luces estaban apagadas.

—¡Vamos, Raisa! ¡Quítaselo! —reía Deneb, mientras animaba a su hermana a perseguir a Zaihn, que corría dando vueltas alrededor de un árbol.

Izar cerró la pantalla con un nudo aún más fuerte en el pecho. Dejó la cámara en la cama y fue a consolar a su madre, mientras la risa de Deneb seguía resonando en su memoria.

Abrazado a ella, sintió una oleada de odio hacia sí mismo. Deseaba no ser un no-elemental. Si tan solo pudiera ir a la ciudad principal y abrazar a su amigo… pero no podía.

La máscara fría que Deneb había mostrado ante todo el reino no le quedaba bien, pero Izar sabía que tarde o temprano esa parte de él saldría. Todos los fuego terminaban así.

Lo había visto en las clases compartidas: niños fuego inocentes, sonrientes, jugando como si nada. Pero cuando salían al mundo, maduraban antes de tiempo. Su sociedad no los quería.
Y no solo a los fuego. También a los no-elementales. También a ellos.

Lo peor de todo era que lo disfrazaban como protección, como si alejarlos a las aldeas en los bordes del estado —sin permitirles vivir en las ciudades principales— no fuera un rechazo disfrazado.

Los fuego eran diferentes. A pesar de que los no-elementales solían ser sus sirvientes, los trataban más como familia. Les daban cuartos en sus casas, comían la misma comida.

Pero eso fue antes de que el rey los separara. Antes de que les arrebatara a su familia.

Recordó el día en que se los llevaron. Tenían seis años. Era un día soleado, la mansión estaba tranquila, y ellos coloreaban en un balcón que daba al jardín. De pronto, un estruendo rompió la calma.

Guardias entraron sin previo aviso y lo alzaron por la fuerza. Deneb reaccionó de inmediato, golpeando las piernas de uno con todas sus fuerzas. Cuando eso no funcionó, unas chispas encendieron sus pequeñas manos… y le prendió fuego al pantalón del guardia.

Después todo fue caos.

Lo dejaron caer sin cuidado, e Izar corrió hacia Deneb. Juntos intentaron escapar, pero Cygnus apareció. Aún recordaba la expresión dura en su rostro, los ojos furiosos de su madre, y la confusión creciente en la cara de Lyra.

Los sacaron casi a rastras de la mansión. Las cámaras los filmaron, y ante el reino, sus sollozos fueron presentados como “lágrimas de alivio”. El pueblo elemental aplaudió al rey… pero los fuego y los sirvientes no-elementales sabían la verdad. Ese día, perdieron a su familia.

El rey los envió a Agua Dulce. Izar recordaba poco del lugar, solo que los aldeanos eran buenas personas, aunque todos se sentían desorientados. Pasó un mes hasta que Cygnus los encontró y los llevó a Meztica.

Tuvieron que reconstruir su vida desde cero. Pero al menos ya no estaban tan solos. Las familias del estado del fuego los visitaban de vez en cuando… con cuidado, para no levantar sospechas.

Raisa lo miró con los ojos aún llorosos.

—¿Den va a volver? ¿Verdad? —preguntó con inocencia.

Y eso fue todo para Izar.

Las lágrimas salieron sin su permiso. Deseaba tanto decirle a su hermanita que sí, que volverían a verlo… pero no podía. No sabía si el umbral ilegal aún funcionaba, y, por lo que sabía, solo permitía viajes dentro del estado del fuego.

Le sonrió como pudo, se arrodilló a su nivel y la abrazó.

No podían hacer nada.

Miró la televisión una vez más. El reino celebraba, como si hubieran hecho justicia.

Pero Izar no sintió ira. Se sorprendió a sí mismo. Solo tristeza. Una impotencia tan densa que le nublaba el pecho.

Porque al final, esa gente no conocía a Deneb.

Abrazó con más fuerza a Raisa, que sollozaba entre sus brazos. Luego miró alrededor. Los rostros de los aldeanos reflejaban lo mismo que él sentía. Algunos lloraban en silencio, otros miraban a su madre con una tristeza que no sabían ocultar. Un par más veía la televisión con furia contenida.

Una vez más, el pueblo de Meztica se vestía de luto.

Pero esta vez, Izar pensó, ni siquiera sabían qué les depararía el futuro.

Alioth caminaba detrás del rey, viendo su capa deslizarse con elegancia sobre el suelo. Su respiración se entrecortó al recordar la mirada de indiferencia que Deneb le había lanzado, aunque pudo captar la ligera decepción en sus ojos grises.

Deseó acurrucarse y volver a llorar. Gritarle al mundo lo injusto que era todo. Quería hablar, decir que en realidad no creía que su mejor amigo hubiera iniciado el incendio… pero se quedó callado, parado frente a todas esas personas que apenas conocía y que creían tener derecho a juzgarlo.

Sintió una oleada de odio hacia sí mismo.

¿No era él un príncipe? ¿No iba a heredar el trono?

De pronto, se detuvo.

La reina, que venía detrás, le tocó el hombro, instándolo a seguir caminando.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.