La luz entraba por sus ojos.
Alguien había olvidado cerrar las cortinas.
Alioth tomó una almohada del otro lado de la cama y se cubrió el rostro. No quería levantarse, pero recordó que ese día debía visitar la ciudad del estado del aire.
Se incorporó por pura fuerza de voluntad y fue a bañarse.
Desde hace algunos años, había prohibido que los sirvientes lo bañaran o vistieran. Solo permitía que eligieran su ropa diaria, nada más.
Cuando salió del baño, se cambió. El azul dominaba todos sus atuendos actuales, en preparación para su cumpleaños número veinte y la inminente coronación como rey.
Tomó el reloj que Deneb le había regalado. No salía sin él.
Durante los últimos meses había esperado noticias suyas. Se habían cumplido los cinco años de exilio. Ya habían pasado ocho meses más… y aún no había rastro de ninguno de los dos.
Alioth temía que algo les hubiera ocurrido. A pesar de haber suplicado al rey que lo dejara ir a buscarlos, se lo negó.
Pero eso ya no importaba.
En unos días, él tendría el poder.
Podría buscarlo. Podría traerlo de vuelta.
Y tal vez… suplicarle perdón.
Unos toquidos suaves lo sacaron de sus pensamientos.
—Alteza, lo esperan abajo —dijo el mayordomo.
Después de diez años en el palacio, Alioth seguía sin recordar su nombre. Aunque, en el fondo, sentía que el hombre aún lo odiaba.
Tomó la corona, colocada sobre una almohada acolchada junto al espejo. Se la puso.
Sonrió.
Parecía el príncipe que todos esperaban ver.
Abrió la puerta y siguió al mayordomo.
Entró a la sala de umbrales y se colocó a la derecha del rey, tras saludar en silencio.
El rey abrió el portal con un gesto solemne. El pomo se iluminó, y el familiar mar profundo del umbral se desplegó ante ellos.
El rey entró primero.
Alioth lo siguió.
El gobernador del estado del aire ya lo esperaba.
Un hombre de barba blanca, mirada firme, pero con una presencia sorprendentemente ligera. De todos los gobernadores, él era el más viejo.
—Es un placer tenerlos aquí —dijo con una cortesía suave.
El salón estaba lleno de ventanales por todas partes, permitiendo que la luz del sol entrara con plenitud.
Aunque no veía ninguna abierta, se sentía una brisa constante que lo hizo temblar ligeramente.
El gobernador hizo una leve reverencia.
—Ya conoces a Alioth —dijo el rey con amabilidad.
El gobernador se giró hacia él y lo observó con atención.
—Por supuesto. El príncipe de Lysenthar —dijo con tono respetuoso.
Alioth le devolvió una sonrisa cordial. Lo había visto durante años en las reuniones mensuales, pero jamás habían conversado directamente.
—Es un honor visitar su estado, gobernador Aerhart —respondió con diplomacia.
Una mano en su brazo lo hizo voltear.
Era Daliah. Recordó que ella y la reina también los acompañaban.
—Gobernador, ¿la doctora Evanor estará presente hoy? —preguntó Daliah con evidente emoción.
Aerhart la miró con algo de severidad, pero ella ni se inmutó. Sonrió con encanto, como si nada la perturbara.
—Sí. Estará presente para el evento —respondió el gobernador, seco.
Daliah dejó escapar una risita, completamente ajena a la tensión.
En los últimos años, Daliah había mencionado muchas veces a Lyra Evanor. La idolatraba.
No solo era la primera mujer en conseguir un intercambio académico con el reino vecino, sino que aparecía con frecuencia en las revistas que Daliah solía comprar.
Para ella, la doctora era el símbolo perfecto de elegancia, inteligencia y belleza.
Las puertas del salón se abrieron, dejando ver a dos mujeres caminando hacia ellos.
La mayor no parecía del estado del aire. Tenía la tez morena, el cabello negro que brillaba bajo el sol y una sonrisa cálida. Era algo rellenita y caminaba con serenidad.
Alioth la reconoció un instante después: la doctora Naleth.
Antes de que Lyra Evanor se hiciera famosa, la doctora Naleth era la más conocida del reino. No solo por su talento médico, sino por su reputación como mujer amable y maternal.
La otra mujer, sin embargo, robó el aliento del salón.
Era Lyra Evanor.
Caminaba con elegancia, vestida con un traje blanco impecable. Su cabello plateado estaba trenzado hacia un lado del hombro. Era aún más hermosa en persona.
Tenía una belleza etérea, casi irreal, como si brillara con luz propia.
Pero su rostro no sonreía.
—Ya están aquí —dijo el gobernador con tono neutro.
Ambas doctoras hicieron una inclinación breve.
Dos miradas se posaron sobre ellos: una cálida y otra gélida.
—Es un honor tener a la familia real con nosotros —dijo la doctora Naleth, con tono amable.
Daliah, visiblemente emocionada, parecía vibrar de entusiasmo.
Alioth solo esperaba que la doctora Evanor no se comportara como Ysolde cuando estaba con su amiga. Ruidosas y exasperantes.
—Doctora Aurema Naleth, el placer es nuestro al recibirla junto a su pupila —dijo la reina con cortesía.
Lyra permanecía seria, con el ceño ligeramente fruncido. Hizo una breve inclinación, sin decir palabra.
Daliah no se contuvo más. Con su vestido digno de princesa, se adelantó unos pasos con una gran sonrisa.
—Doctora Evanor, ¡he querido conocerla desde hace años! Siempre que vengo de visita… nunca está —dijo, emocionada.
Lyra dio un paso atrás. Miró su propio pantalón, como si evaluara el espacio personal que se le invadía, y frunció levemente el ceño.
Pareció a punto de hablar, pero un pequeño sonido de la doctora Naleth bastó para que Lyra suspirara y alzara la vista hacia Daliah.
Alioth se acercó un poco, intentando aliviar la incomodidad.
—Doctora Evanor, tengo entendido que ha regresado recientemente del extranjero —dijo con amabilidad.
Lyra lo miró por unos segundos. Algo en su mirada le produjo un escalofrío.