Herederos de la tormenta

Capítulo 10: Todos quieren gobernar el mundo

Alioth no tenía muchas ganas de levantarse. El cielo, cubierto de nubes densas, parecía presagiar que el día no traería nada bueno. Aun así, se vistió, se ajustó la capa y se colocó su mejor sonrisa. La del príncipe.

Había regresado de Atzopan apenas unas horas antes, y el cansancio lo había obligado a acostarse de nuevo. Pero su día estaba lejos de terminar.

—¿Listo para enfrentar al enemigo? —preguntó Daliah con burla.

Alioth le respondió con una sonrisa ligera y le ofreció el brazo. Atravesaron juntos el umbral.

Del otro lado, los esperaba una comitiva de hombres imponentes, vestidos de negro, con rostros serios y un porte intimidante.

—Buenas tardes, Majestad —saludó uno de ellos, de piel clara y ojos azules, algo poco común entre los fuego—. El gobernador Valkareth los espera.

Sin más, los hombres abrieron paso y su guía los condujo a través de una casa sombría, apenas iluminada por antorchas. Alioth, en el fondo, albergaba la esperanza de encontrar algún indicio de Deneb —una fotografía, un recuerdo, algo—, pero no halló nada.

Los condujeron a una oficina apenas más pequeña que su propia habitación. Allí, Cygnus los esperaba, de pie, firme, con la misma mirada severa de siempre.

—Puedes retirarte, Ashren. Llama a Kael —ordenó, sin siquiera mirar al rey—. Majestad.

La frialdad en su voz al decir aquella palabra hizo que Alioth tragara saliva. El hombre imponía respeto incluso rozando los cincuenta años.

—Cygnus —dijo el rey, tenso—. Te presento al príncipe Alioth.

Alioth hizo una inclinación breve con la cabeza. Cygnus ni se inmutó.

En ese momento, otro hombre entró. Alto también, aunque algo más bajo que Cygnus.

—Señor, la ciudadela está en orden. Los senderos, despejados —informó con una voz sorprendentemente suave para un fuego.

Cygnus asintió y se giró hacia la salida.

—Les mostraré la ciudad.

Caminaba como si cada calle le perteneciera, como si él fuese el verdadero rey. El desagrado del monarca era evidente.

—¿La reina no nos honrará con su presencia? —preguntó Cygnus sin girarse.

—No se ha sentido bien —respondió el rey con sequedad—. ¿Tu sobrino no ha dado señales de querer aparecer?

La pregunta, cargada de sarcasmo, pareció flotar en el aire. Cygnus sonrió, apenas.

—No se preocupe por él, Majestad. Él y su hija podrían regresar en cualquier momento.

Alioth se tensó. Cada palabra de Cygnus parecía tener un filo oculto. ¿Sabía más de lo que decía? ¿Estaba encubriendo a Deneb?

—¿A qué te refieres? —preguntó el rey, frunciendo el ceño.

Salieron entonces a las calles. El cielo estaba más oscuro que antes. Reinaba un silencio casi absoluto. No había risas, ni voces, ni siquiera el canto de un pájaro. Casas grises, caminos empedrados, fuego contenido en antorchas. Un estado dormido… o al acecho.

A diferencia del bullicio del aire, el estado de fuego parecía contener la respiración.

—Mi sobrino nunca abandonaría a su gente —dijo Cygnus, sin volverse.

Y Alioth, aunque no dijo nada, deseó con todo el corazón que eso fuera verdad.

Caminaron por las silenciosas calles, y en su interior Alioth agradeció que el rey hubiera traído más guardias de lo usual. Aquella ciudad parecía contener la respiración. Cada sombra, cada esquina, parecía estar al acecho de algo.
Daliah, aferrada a su antebrazo, no decía nada. Pero el temblor en sus dedos decía lo que su boca no se atrevía.

Cuando llegaron al centro de la ciudad, una multitud ya los esperaba. Hombres, mujeres y niños mayores de diez años estaban de pie, perfectamente alineados. Fue la uniformidad de sus rostros lo que le dio escalofríos. Ninguno sonreía. Ninguno murmuraba. Ninguno se movía. Eran como estatuas vivientes.

Alioth tragó saliva, y sintió sus manos sudar.

Cygnus los condujo hasta una plataforma de madera. Al subir, notó que los mismos hombres que los habían recibido estaban ahí, en formación rígida.

—Gracias a todos por tomarse el tiempo de darle la bienvenida a la familia real, y principalmente a nuestro futuro monarca —dijo Cygnus, su voz tan impasible como siempre.

Alioth sintió que cada mirada lo atravesaba.

—¿Qué nunca parpadean? —susurró Daliah, tan tensa como él.

Él no pudo responder. Los ojos gélidos de Cygnus ya estaban posados en él, como si lo empujaran a dar un paso al frente.

Alioth lo dio. Inspiró hondo.

—Mi nombre es Alioth de Lysanther, heredero de la corona —comenzó, con la voz un poco temblorosa—. Es un honor estar aquí entre ustedes. El propósito de estas visitas es conocer mejor a mi pueblo. Deseo ser un rey cercano, escuchar y unir a todos los rincones del reino, para que podamos vivir en paz, como iguales.

El silencio fue sepulcral. Nadie se movió. Nadie aplaudió. Ni siquiera una respiración audiblemente fuerte.

Y en ese instante, el recuerdo de Deneb lo golpeó con fuerza: su risa suave que llenaba los espacios, su mirada amable y tímida, la forma en que sus pasos hacían parecer más cálido el lugar que pisara.
¿Dónde estaba ahora? ¿También se había vuelto parte de este silencio?

—Qué bonitas palabras —interrumpió Cygnus de pronto, la voz cargada de veneno apenas disfrazado—. Recibamos con los brazos abiertos al futuro rey. Espero que su reinado... dure para siempre.

Lo miró. Y le dedicó una sonrisa ladeada que le heló la sangre.

—¿Majestad, algo que decir? —preguntó Cygnus, sin apartar los ojos del rey.

El monarca dio un paso al frente sin titubear.

—Hace cien años, los fuego iniciaron una guerra por el poder, masacrando a inocentes sin piedad. Desde entonces, hemos mantenido el reino en paz.

Alioth sintió cómo el ambiente se tensaba.

—Ustedes siguen siendo parte de nuestro pueblo —continuó el rey—, y a pesar de los pecados de sus antepasados, el palacio ha conservado un lugar para ustedes como iguales. Nuestra amabilidad es así de grande. No lo olviden.




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