El lugar estaba lleno de gritós y personas temblando. Todos hablaban a la vez. No podía escuchar nada, solo su corazón acelerado.
Alioth quería huir, correr, encontrar un lugar donde respirar y asimilar qué era lo que había pasado. Su amigo… Deneb… ahora era una amenaza para el reino. Pero… ¿cómo se asimila algo así?
—Este hospital no es lugar para escándalos. Los pacientes necesitan descanso —dijo una voz fría, autoritaria, que lo sacó de su shock—. Cualquiera que no tenga heridas o algo grave que atender, puede dirigirse a la casa del gobernador. Él les dará asilo.
Alioth alzó la mirada. Era Lyra. Estaba de pie, tranquila, casi imperturbable, como si no acabara de presenciar —aunque fuera por televisión— el caos de una coronación arruinada.
—¿Qué hace ella aquí? —gritó la reina con indignación, su voz destilando desprecio.
Alioth desvió la vista. El rey apretaba con fuerza su mano lastimada. En su rostro se dibujaba un enojo claro, frío, contenido solo por la costumbre del poder.
Daliah se acercó sin decir palabra, tomó el brazo de Alioth y recostó su cabeza sobre su hombro. Sollozaba.
—Con todo respeto, señora —dijo Lyra, con voz cortante como el filo de una hoja—, estoy brindando atención médica a su gente. Si me voy ahora, ¿usted ayudará a organizar a mis doctores? ¿Sabe, al menos, cómo administrar un hospital en un momento como este?
La reina se irguió, con la barbilla elevada.
—Eres igual de irrespetuosa que tu madre —espetó con saña—. Yo soy la reina de Nayara, y puedo quitarte tu puesto cuando se me antoje.
Lyra soltó un resoplido, mitad risa, mitad incredulidad. Miró entre ella y el rey.
—Dignos de ser pareja —dijo con desdén.
La reina dio un paso adelante, dispuesta a responder con violencia, pero el rey alzó una mano y la detuvo.
—No es momento para discutir eso, Ysandra —murmuró, entre dientes.
Con dificultad, se incorporó. Hizo a un lado a la reina como quien aparta una silla y alzó la voz para dirigirse a los presentes:
—Quiero decirles algo a todos —anunció con solemnidad—. Hemos visto cómo los fuego se han levantado en armas con la intención de usurpar el trono. Debemos mantenernos unidos, ser fuertes ante los tiempos difíciles que vienen. No espero que todos peleen, pero yo, como su rey, los protegeré.
¡Saldremos de esta batalla como lo hicimos hace cien años!
Los presentes estallaron en vítores. Algunos aplaudieron con entusiasmo.
Alioth tragó saliva y giró la cabeza hacia Lyra.
Ella estaba de pie, con los brazos cruzados, una ceja arqueada y el rostro serio.
Él tampoco estaba de acuerdo con el rey.
Podía entender —aunque fuera un poco— el descontento de los fuego. Eran ellos los que habían sido marginados, tratados como menos. No eran monstruos. No eran bárbaros. Solo personas hartas de ser oprimidas.
Pero claro, eso no era algo que la sociedad quisiera escuchar.
Así que se tragó su descontento.
Y guardó silencio.
Quiso acercarse a Lyra, pero ella ya se había dado media vuelta, lanzando órdenes y abriéndose paso entre la multitud sin dificultad, como si el fuego que los demás temían ardiera en su interior desde siempre.
—Alioth —dijo una voz calmada a su lado.
—¡Elian! —exclamó, aliviado. Se deshizo del agarre de Daliah y abrazó a su amigo con fuerza—. Te perdí de vista, me preocupé.
Elian le devolvió el abrazo, firme, y le susurró al oído:
—Todo va a cambiar, Alioth… Y me temo que eso no nos conviene a nosotros.
Alioth asintió con gravedad. Después de todo… ¿qué eran ellos contra un ejército de fuego?
Alioth jaló a Elian, alejándose de la multitud amontonada.
—Era él, Elian —dijo, con la imagen de unos ojos grises vacíos aún quemándole la mente—. Deneb.
Elian abrió los ojos con sorpresa. Una sonrisa se dibujó en su rostro, pero algo en la expresión de Alioth la borró al instante.
—Estaba con los demás… ¿cierto? —dijo en voz baja. Al no recibir negación, su semblante cambió—. En cuanto atacaron, ayudé a evacuar a todos los que pude. No alcancé a ver a los encapuchados que lanzaban fuego sin esfuerzo…
Alioth le dio una palmada en el hombro.
—Eran Deneb y Aliah —dijo con el corazón apretado—. Están del lado de Cygnus… ¿Por qué, Deneb?
Elian lo miró, alzando una ceja.
—¿En serio no lo entiendes? —respondió con incredulidad—. Deneb se mostró dulce, tímido… vulnerable. Y fue rechazado por todos. Por nuestros supuestos amigos. Pensé que por eso te habías distanciado de Ronan e Ysolde.
Alioth bajó la mirada. Suspiró. La culpa seguía carcomiéndolo por dentro. Ahora que finalmente había abierto los ojos, entendía que Deneb no era como le habían dicho. Debió creerle cuando intentó defenderse. Pero entonces… era solo un niño. Un niño cegado.
—Lo sé. No me lo recuerdes —murmuró—. Pero… ¿era necesario iniciar una guerra solo para vengarse?
Elain se encogió de hombros.
Alioth apretó los dientes. Sentía que no lograba comprender nada. Y eso lo frustraba aún más.
La casa del gobernador del Aire era amplia y luminosa. Por las mañanas, los ventanales dejaban ver una neblina espesa que envolvía el horizonte, haciendo parecer que todos vivían entre las nubes. Por las tardes, el sol entraba a raudales, tiñendo los muros de blanco dorado, como si el lugar fuese un santuario celestial.
Alioth esperaba caos, tensión, susurros de miedo. Pero los refugiados paseaban como si se tratara de unas vacaciones prolongadas.
Dos días después del ataque, los invitados a la coronación —que, por fortuna, no fueron demasiados— fueron escoltados de regreso a sus estados. Todos, excepto la aristocracia de Agua.
Ellos tuvieron que quedarse en la residencia del gobernador.
Eso incluía a Ysandra y a Ronan.
—¡Amigo! —dijo Ronan con su típica sonrisa arrogante y una copa en la mano—. Cuánto tiempo sin verte. Esperaba que la próxima vez que nos encontráramos ya fueras rey… pero mira ahora, en estas circunstancias.