El cielo estaba cubierto por nubes densas cuando llegaron al estado de Tierra. El umbral los arrojó directo a una de las plazas principales, y la tensión era tan espesa que parecía colarse por las grietas del suelo, como si la propia tierra respirara miedo.
Alioth recorrió el lugar con la mirada.
Elementales de todos los rangos iban de un lado a otro, cargando armas, practicando ataques, susurrando plegarias. Algunos simplemente respiraban hondo con los ojos cerrados, intentando encontrar calma. Incluso los niños recién presentados estaban ahí, corriendo con provisiones, transportando escudos, ayudando como podían. Como si la guerra les hubiera robado la infancia antes de tiempo.
—¿El gobernador de Tierra sabe dónde queda ese lugar que mencionó el anciano? —preguntó una chica, la voz tan temblorosa que parecía a punto de quebrarse.
Alioth tragó saliva.
La pregunta era válida. Cruda. Y él hubiera preferido no ser quien cargara con la respuesta, porque lo poco que sabía no traía consuelo.
La noche anterior, después del entrenamiento, había pasado cerca de la sala del consejo. Escuchó al rey gritarle al gobernador de Tierra. No había mapas. Ni registros. Nada que indicara la ubicación de aquel sitio. Los rituales eran demasiado antiguos. Mencionados solo en cantos olvidados, en leyendas que nadie se atrevía a confirmar.
Ahora solo les quedaba confiar en que los fuego sabrían el camino… y que, por una vez, el destino se dignara a estar de su lado.
—Voy a vomitar —murmuró Ysolde, aferrándose al brazo de Alioth.
Vestía un conjunto deportivo amarillo fosforescente. Alioth pensó en comentarlo, pero por su bien, decidió que lo mejor era guardar silencio.
—Si lo haces, hazlo lejos de mí —dijo Elian, sonriendo con descaro al verla palidecer.
Ysolde le lanzó una mirada asesina, levantó el dedo medio y se alejó tambaleante hacia Daliah, que permanecía inmóvil, con la vista perdida y los labios entreabiertos, como si estuviera escuchando una melodía que los demás no podían oír.
—Llegó el día —comentó Elian, con su ligereza habitual, aúnque su sonrisa temblaba en los bordes—. Ojalá Cygnus hubiera dicho la hora exacta… así habría dormido un poco más.
Alioth lo miró de reojo.
Elian había crecido tanto como él. Ya no era el niño curioso que se colaba entre libros y entrenamientos; ahora era una presencia firme a su lado. Y, por un instante, Alioth sintió una punzada de gratitud tan profunda que dolía.
—No te alejes de mí —le dijo, en voz baja, con un tono que apenas pudo controlar—. Y si la situación se vuelve demasiado peligrosa… usa el primer umbral. Vete. No lo pienses.
Elian negó al instante, sin perder la sonrisa, pero sus ojos hablaban otro idioma: uno más serio, más leal.
—Me quedaré contigo, pase lo que pase. Y si yo me voy… te arrastro contigo.
La broma era ligera. La intención, no.
Alioth quiso protestar. Decirle que era una locura. Que no debía arriesgarse por él. Pero se quedó en silencio. Porque, en el fondo, él habría hecho exactamente lo mismo.
Entonces, la voz del rey tronó sobre el aire como un relámpago desgarrando el cielo.
—¡Hoy es el día! —proclamó, y su voz retumbó entre los árboles y las piedras—. ¡Hoy defenderemos lo que es nuestro con la frente en alto y el orgullo intacto! ¡Hoy, el fuego dejará de ser un susurro temido en las sombras… y se convertirá en un enemigo vencido bajo la luz de nuestra gloria!
Alzó la mano como si pudiera arrancar la victoria del cielo con un solo gesto.
Alioth giró la cabeza. Vio a Einar, inmóvil entre la multitud, con el ceño fruncido y los brazos cruzados. Su rostro era una piedra.
—Dijeron que eran peligrosos. Incontrolables. Invencibles —continuó el rey, y cada palabra caía como un golpe de tambor—. ¡Pero nosotros les mostraremos que ningún poder basta cuando el reino está unido! ¡Lucharemos por nuestras casas, por nuestros nombres y, sí… incluso por aquellos fuego que aún pueden ser salvados de la locura que los consume!
El silencio de la multitud era denso. Esperaban. Bebían de sus palabras.
Y entonces el rey sonrió. Una sonrisa segura. Casi arrogante.
—¡Hoy, ellos temerán al reino que siempre menospreciaron! ¡Y recordarán para siempre… quién tiene el verdadero poder!
Los vítores estallaron como una ola.
Alioth miró a su alrededor. Gritos. Puños en alto. Esperanza. Rabia. Orgullo.
Pero en su interior, algo no encajaba.
Su garganta se cerró. Intentó sonreír, intentar contagiarse de la fuerza que todos mostraban…
Pero no lo logró del todo.
El silencio lo envolvía todo. Una hora había pasado... y aún no ocurría nada.
Alioth mantenía la mirada fija en el horizonte.
El centro del estado de Tierra estaba rodeado de árboles altos, firmes, centinelas de una calma tensa. Un sendero terroso conectaba la zona de espera con la casa del gobernador, tallada en piedra viva. No había casas alrededor. Solo vegetación salvaje, como si la propia naturaleza se hubiera alzado para proteger su territorio.
Y entonces, lo sintió.
Primero una vibración. Luego otra.
Y después... el suelo comenzó a rugir.
No era un temblor.
Eran pasos. Miles de ellos.
Los árboles comenzaron a arder antes de caer. Las llamas se arrastraban como serpientes hambrientas, avanzando con furia contenida. No fue una explosión. Fue una liberación. Como si el fuego hubiera estado esperando siglos para devorarlo todo.
—¡Están aquí! —gritó una voz, y con ella, se rompió el silencio.
Una marea negra emergió entre los árboles. Avanzaban como un solo cuerpo. El ejército del fuego. Comandado por Deneb.
Alioth se colocó al lado del rey. El aire vibraba, pesado como plomo. El ambiente se tensó como un arco a punto de romperse.
Pero Cygnus no estaba ahí.
—Padre… —dijo una voz. Helada. Burlona.