Izar se sentó frente al río, el mismo en el que hacía algunos años jugaba con su hermana y su hermano. Ahora, bajo la sombra de la noche, la luz de la luna se reflejaba sobre el agua cristalina, como si el tiempo también se hubiese detenido.
Pensó en meterse para calmar su mente, pero si lo hacía corría el riesgo de resfriarse. Estaba refrescando bastante, y en estos momentos no se permitía que algo tan banal lo restringiera. Así que solo se quedó mirando el reflejo de la luna.
La vibración en su muñeca lo sobresaltó. El reloj plano, con adornos plateados y detalles en rojo brillante, se encendió, dejando ver un mensaje en la pantalla dorada con letras blancas:
“Ya vienen. Mantente a salvo.”
Izar suspiró. El número 8 se encendió en rojo, junto con el segundero marcando el espacio entre el 4 y el 5. Apretó el botón al costado y lo apagó.
Tenía que prepararse: reunir a los aldeanos de Meztica, revisar que todos tuvieran el traje protector bien puesto y salir lo antes posible de la aldea. No podían esperar.
Normalmente se habría puesto de pie de inmediato, dando órdenes y organizando a todos, pero faltaban justo nueve horas para las ocho de la mañana. Y quería disfrutar, por lo menos, un instante más en aquel lugar, por si era la última vez. No quería dejar ningún arrepentimiento atrás.
Puso la mano sobre el reloj con delicadeza, recordando a Deneb, su hermano. Esperaba que estuviera bien… y que no hiciera ninguna tontería. No lo había visto en mucho tiempo, ni se había comunicado con él por ningún motivo. Debía admitirlo: estaba preocupado. Demasiado. Pero solo le quedaba esperar.
Su tiempo de exilio había terminado.
Volvió a mirar el reloj… y sonrió con nostalgia.
—Por favor, Deneb —susurró—. Que no sea demasiado tarde.
Izar se obligó a levantarse. El pasto húmedo crujió bajo sus botas mientras avanzaba en dirección al centro de la aldea. Las casas, construidas con madera clara y techos de palma, estaban sumidas en un silencio tenso. Solo se oía el murmullo del río y el lejano ulular de un ave nocturna.
Cuando llegó a su casa, despertó a su madre y a su hermana con suavidad.
—Es hora, mamá —dijo Izar.
Su madre lo entendió de inmediato. Se cambió de ropa en silencio y salió a avisar a los demás.
Él se quedó con su hermana, que aún estaba somnolienta. En los últimos años había crecido mucho. Su cabello, antes lacio, se había vuelto ligeramente ondulado y, para su desgracia, siempre se crispaba al despertar. Ahora parecía un pequeño león recién levantado.
Izar sacó dos conjuntos negros del baúl.
—Vamos, pequeña bestia, cámbiate —dijo con cariño.
Se fue al cuarto de al lado y se puso los pantalones sueltos, que se amoldaron a su cuerpo como guantes, junto con la camiseta de manga larga. Se ajustó la muñequera que le llegaba hasta debajo del codo. Las botas del conjunto eran cómodas, hechas para resistir horas de caminata.
Una vez listo, ayudó a Raisa a ponerse su propia muñequera. Se agachó para quedar a su altura.
—¿Recuerdas cómo usarla? —preguntó.
Raisa asintió con confianza.
—Si siento que esta parte —señaló el inicio de la muñequera— vibra y se enciende una luz roja, debo decir “escudo”.
Izar asintió con aprobación.
—No te separes de mamá.
—Ya sé —respondió Raisa, rodando los ojos—. Ya soy una adulta, hermano.
Izar sonrió con burla e incredulidad.
—Raisa, tienes trece años.
—Los trece son los nuevos veinte —dijo con total seguridad.
—¿Quién te dijo eso?
Ella se encogió de hombros, divertida.
— ¿Tú qué crees?
Izar negó con la cabeza, divertido, y revolvió el cabello ahora atado de su hermana.
Al salir junto con su hermana, Izar pudo ver a los aldeanos ya cambiados con los trajes. Algunos ayudaban a los niños a colocarse las muñequeras; otros, simplemente, miraban sus casas con nostalgia.
—Recuerden que solo llevamos cosas ligeras, no podemos cargar con todo —dijo Izar, mirando a la señora Mika, que sostenía una maleta enorme que apenas podía arrastrar—. Tenemos que alejarnos lo más posible de este lugar. Nos reuniremos con los aldeanos de Agua Dulce a las afueras de su aldea —anunció, elevando un poco la voz—. Si no hay nada más que aclarar… y viendo que la señora Mika ya empacó algo más razonable, es hora de ponernos en marcha.
Dos chicos se adelantaron para guiar al grupo. Izar se quedó atrás, vigilando que nadie quedara rezagado.
Cuando el último aldeano salió, se detuvo por un momento a contemplar el lugar, iluminado por la luz de la luna. El silencio era profundo, casi sagrado.
Sonrió para sí mismo.
—Regresaré —murmuró—. Te lo prometo —le dijo al viento.
Y se dio la vuelta, con la esperanza firme de cumplir su promesa.
—¿Me necesitaba? —dijo Deneb, haciendo una pequeña reverencia.
Kael vio cómo el rostro normalmente duro de Cygnus se suavizaba al ver a su sobrino.
—¿Ya está todo listo? —preguntó Cygnus, serio.
Deneb, que se había convertido en un chico de pocas palabras desde que regresó, asintió. Cygnus lo miró con aprobación y se giró hacia la foto de los reyes que colgaba con orgullo en una de las paredes del palacio.
—Kael —dijo Cygnus. Al instante, Kael se irguió y se acercó a su líder—. Es hora de redecorar el lugar.
Kael, entendiendo a qué se refería, hizo una leve reverencia y salió dando grandes zancadas. Al salir de la habitación, se encontró con Ashren recargado en la pared, con los brazos cruzados y una mirada feroz.
—Cygnus había dicho que no debíamos atacar a ningún no-elemental. ¿Y ahora quiere que vayamos a Atzopan? —dijo Ashren, sin despegarse de la pared.
—No vamos a atacar a los aldeanos, solo a reubicarlos. Pensé que estabas enterado —respondió Kael, poniendo los brazos detrás de su espalda.
Ashren hizo una mueca de desagrado y lo fulminó con la mirada.
Era un chico que había sorprendido a Cygnus desde su llegada. Para no haber nacido en fuego, era poderoso y talentoso. Por eso, desde el inicio, Cygnus lo tomó como su pupilo, y según le había dicho su padre, Cygnus incluso pensaba en nombrarlo mano derecha de Deneb.