Había pasado apenas un mes desde que el palacio fue tomado. Dos semanas desde que los fuego conquistaron la ciudad principal del estado de Tierra. Y, contra todo pronóstico, todo había estado… tranquilo.
Un solo mes. Y ya todo había cambiado.
Alioth no podía dejar de pensar en Deneb. En las dos veces en que lo había salvado.
Ahora que buscaba respuestas, aquel recuerdo en la coronación regresaba como una espina clavada en la mente. Cuando él había liberado el fuego... todos salieron volando. Cygnus, Aliah, incluso los guardias más cercanos. Pero Deneb...
Deneb seguía de pie.
La imagen es borrosa, pero está seguro de que, además de la familia real y Daliah, solo Deneb no fue empujado por la ráfaga.
No sabía cómo lo había logrado. Tal vez el fuego lo reconoció. Tal vez era tan poderoso que podía resistirlo. Pero eso no importaba.
Lo importante era que no hizo nada. Pudo detenerlos.
¡Y no lo hizo!
Como tampoco lo hizo en el estado de Tierra. Ashren lo dijo: ese fuego pudo haberlo matado. Pero Deneb lo detuvo. Y aunque lo amenazó, Alioth recuerda con claridad que la espada de fuego azul no se sentía caliente. No sentía amenaza.
Quizá estaba sobrepensando.
O quizá... no.
Quizá Deneb no era el enemigo. Quizá los estaba protegiendo. A su modo. Desde dentro.
Y si eso era cierto… tenía que sacarlo de ahí. Antes de que fuera demasiado tarde.
Se levantó de golpe y cruzó el pasillo. No se molestó en tocar. Abrió la puerta del cuarto de Elian sin aviso.
Elian, acostado, se sobresaltó al verlo entrar.
—¡Alioth! Toca antes, casi me matas del susto —dijo, llevándose la mano al pecho.
—Creo que Deneb está de nuestra parte. Tenemos que hacer algo —dijo Alioth con urgencia.
—¿Qué? —Elian parpadeó—. Espera, espera… habla más despacio. Acabo de despertarme y no te entiendo nada.
Alioth se dejó caer en su cama.
—Eres profesor, ¿y no entiendes algo tan obvio? —replicó, frustrado—. Deneb tuvo dos oportunidades para acabar conmigo. No lo hizo. Me salvó. Nos dejó escapar. Incluso te vio desmayado en el estado de Tierra y no hizo nada. Eso tiene que significar algo.
Elian se incorporó, lo miró fijamente.
—No quiero desilusionarte, pero estamos en guerra, Al. Piensa con la cabeza, no con el corazón. Hay muchas razones por las que Deneb no te mató.
Alioth frunció el ceño.
—¿Crees que no lo he pensado? No soy tonto. Matarme acabaría con todo más rápido. Soy el heredero, ¿no? El blanco más obvio. Pero no lo hizo. Y cuando me miró… sus ojos estaban vacíos. Sin emoción. Como si no pudiera.
Elian suspiró.
—En otro caso te diría que hables con él, pero… bueno, no se puede. Solo puedo decirte esto: espera. Observa. Confirma antes de actuar. No quiero que mueras y tener que remplazarte ¿eh?
Alioth lo miró de reojo, sin responder.
Soltó un suspiro.
El Deneb que había regresado no era el mismo que recordaba, y eso lo asustaba más de lo que estaba dispuesto a admitir. Entendía el dolor que ellos —sus amigos, su círculo, él mismo— le habían causado. Por eso se había alejado al principio. No podía seguir compartiendo espacio con quienes lo habían traicionado… aunque también sabía que él había sido uno de ellos.
Él conocía al Deneb de antes: al dulce, al tímido, al que siempre estaba dispuesto a proteger a los suyos sin pedir nada a cambio. Sabía qué decirle cuando se enojaba, cómo hacerlo reír, cómo calmarlo.
Ese Deneb no podía apoyar una guerra como esta. La única explicación lógica era que alguien lo estaba obligando. Que, en el fondo, seguía siendo el mismo chico que le extendía la mano cuando todos los demás lo miraban desde arriba.
Pero…
Había una pequeña posibilidad de que sí hubiera cambiado. Que lo odiara. Que lo quisiera lejos. Que la distancia entre ellos no fuera solo física, sino también emocional.
Y si era así, ¿cómo podía acercarse sin romperlo más?
Aun así, había algo que sí sabía con certeza: no importaba qué versión de Deneb fuera la verdadera.
Él iba a hacer lo que fuera necesario para sacarlo de ahí. Y si lo lograba…
Tal vez, solo tal vez, aún quedaba algo de su amistad por rescatar.
—Al —dijo la voz calmada de Elian—, solo esperemos, ¿bien? Deja que la guerra siga su curso y, si resulta que tienes razón, te ayudaré a crear un plan para sacarlo. ¿Sí?
Alioth lo miró y asintió. Estaba a punto de agradecerle cuando un elemental de aire apareció en la puerta, visiblemente agitado.
—Alteza —jadeó—, el rey lo solicita.
Alioth se acercó de inmediato, ya con el pecho apretado por la preocupación.
—¿Qué pasó? —preguntó.
El chico respiró hondo antes de hablar.
—Al parecer… los fuego van a atacar las aldeas de los no-elementales. Empezarán por Atzopan —dijo con prisa.
Alioth sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies por un instante.
Desde que todo esto comenzó, nunca pensó realmente en su familia. En Mara. No creyó que estuvieran en verdadero peligro.
Al final, quienes habían herido a los fuego… eran otros elementales.
Entonces, ¿por qué? ¿Por qué ellos?
Alioth salió corriendo escaleras abajo. Al llegar a la sala principal —un espacio amplio con ventanales inmensos, muebles blancos y azules, bañado por la luz cálida de la tarde—, vio al gobernador de Aire discutiendo con el rey.
Aunque llamarlo discusión era exagerado: el gobernador hablaba bajo, con su habitual calma, mientras el rey gritaba a todo pulmón, su voz haciendo eco en todo el lugar.
Tuvo que abrirse paso entre la multitud. Había demasiada gente.
—¡Ya no podemos hacer nada! —bramó el rey—. ¡Es probable que sea una trampa! ¿Por qué dejarse ver ahora?
El gobernador, vestido con una túnica blanca, mantenía los brazos detrás de la espalda.
—Tal vez lo sea —dijo con serenidad—, pero aún es posible encontrar sobrevivientes alrededor. Tus informantes no saben si el ataque ya ocurrió. Todavía podemos hacer algo, majestad.